Tuve una visión de la Anunciación de María el día de esa fiesta. He visto a la Virgen Santísima poco después de su desposorio, en la casa de San José, en Nazaret. José había salido con dos asnos para traer algo que había heredado o para buscar las herramientas de su oficio. Me pareció que se hallaba aún en camino. Además de la Virgen y de dos jovencitas de su edad que habían sido, según creo, sus compañeras en el Templo, vi en la casa a Santa Ana con aquella parienta viuda que se hallaba a su servicio y que más tarde la acompañó a Belén, después del nacimiento de Jesús. Santa Ana había renovado todo en la casa. Vi a las cuatro mujeres yendo y viniendo por el interior paseando juntas en el patio. Al atardecer las he visto entrar y rezar de pie en torno de una pequeña mesa redonda; después comieron verduras y se separaron. Santa Ana anduvo aún en la casa de un lado a otro, como una madre de familia ocupada en quehaceres domésticos. María y las dos jóvenes se retiraron a sus dormitorios, separados.
El frente de la alcoba, hacia la puerta, era redondo, y en esta parte circular, separada por un tabique de la altura de un hombre, se encontraba arrollado el lecho de María. Fui conducida hasta aquella habitación por el joven resplandeciente que siempre me acompaña, y vi allí lo que voy a relatar en la forma que puede hacerlo una persona tan miserable como yo.
Cuando hubo entrado la Santísima Virgen se puso, detrás de la mampara de su lecho, un largo vestido de lana blanca con ancho ceñidor y se cubrió la cabeza con un velo blanco amarillento. La sirvienta entró con una luz, encendió una lámpara de varios brazos que colgaba del techo, y se retiró. La Virgen tomó una mesita baja arrimada contra el muro y la puso en el centro de la habitación. La mesa estaba cubierta con una carpeta roja y azul, en medio de la cual había una figura bordada: no sé si era una letra o un adorno simplemente.
Sobre la mesa había un rollo de pergamino escrito. Habiéndola colocado la Virgen entre su lecho y la puerta, en un lugar donde el suelo estaba cubierto con una alfombra, puso delante de sí un pequeño cojín redondo, sobre el cual se arrodilló, afirmándose con las dos manos sobre la mesa. María veló su rostro y juntó las manos delante del pecho, sin cruzar los dedos. Durante largo tiempo la vi así orando ardientemente, con la faz vuelta al cielo, invocando la Redención, la venida del Rey prometido a Israel, y pidiendo con fervor le fuera permitido tomar parte en aquella misión. Permaneció mucho tiempo arrodillada, transportada en éxtasis; luego inclinó la cabeza sobre el pecho.
Entonces del techo de la habitación bajó, a su lado derecho, en línea algún tanto oblicua, un golpe tan grande de luz, que me vi obligada a volver los ojos hacia la puerta del patio. Vi, en medio de aquella masa de luz, a un joven resplandeciente, de cabellos rubios flotantes, que había descendido ante María, a través de los aires. Era el Arcángel Gabriel. Cuando habló vi que salían las palabras de su boca como si fuesen letras de fuego: las leí y las comprendí.
María inclinó un tanto su cabeza velada a la derecha. Sin embargo, en su modestia, no miró al ángel. El Arcángel siguió hablando. María volvió entonces el rostro hacia él, como si obedeciera una orden, levantó un poco el velo y respondió. El ángel dijo todavía algunas palabras. María alzó el velo totalmente, miró al ángel y pronunció las sagradas palabras:
"He aquí la sierva del Señor; hágase en mí según tu palabra"…
María se hallaba en un profundo arrobamiento. La habitación resplandecía y ya no veía yo la lámpara del techo ni el techo mismo. El cielo aparecía abierto y mis miradas siguieron por encima del ángel una ruta luminosa. En el punto extremo de aquel río de luz se alzaba una figura de la Santísima Trinidad: era como un fulgor triangular, cuyos rayos se penetraban recíprocamente. Reconocí allí Aquello que sólo se puede adorar sin comprenderlo jamás: el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, y, sin embargo, un solo Dios Todopoderoso.
Cuando la Santísima Virgen hubo dicho: "Hágase en mí según tu palabra", vi una aparición alada del Espíritu Santo, que no se parecía a la representación habitual bajo la forma de paloma: la cabeza se asemejaba a un rostro humano; la luz se derramaba a los costados en forma de alas. Vi partir de allí como tres efluvios luminosos hacia el costado derecho de la Virgen, donde volvieron a reunirse. Cuando esta luz penetró en su costado derecho, la Santísima Virgen volvióse luminosa Ella misma y como transparente: parecía que todo lo que había de opaco en ella desaparecía bajo esa luz, como la noche ante el espléndido día. Se hallaba tan penetrada de luz que no había en ella nada de opaco o de oscuro. Resplandecía como enteramente iluminada.
Después de esto vi que el ángel desaparecía y que la faja luminosa, de donde había salido, se desvanecía. Parecía que el cielo aspirase y volviese hacia sí la luz que había dejado caer. Mientras veía todas estas cosas en la habitación de María tuve una impresión personal de naturaleza singular. Me hallaba en angustia continua, como si me acechasen peligrosas emboscadas, y vi una horrible serpiente que se arrastraba a través de la casa y por los escalones hasta la puerta, donde me había detenido cuando la luz penetró en la Santísima Virgen.
El monstruo había llegado ya al tercer escalón. Aquella serpiente era del tamaño de un niño, con la cabezota ancha y chata, y a la altura del pecho tenía dos patas cortas membranosas, armadas con garras, sobre las cuales se arrastraba, que parecían alas de murciélago. Tenía manchas de diferentes colores, de aspecto repugnante; se parecía a la serpiente del Paraíso terrenal, pero de aspecto más deforme y espantoso. Cuando el ángel desapareció de la presencia de la Virgen, ésta pisa la cabeza del monstruo que estaba delante de la puerta, el cual lanzó un grito tan espantoso que me hizo estremecer. Después he visto aparecer tres espíritus, que golpearon al odioso reptil echándolo fuera de la casa.
Desaparecido el ángel he visto a María arrobada en éxtasis profundo, en absoluto recogimiento. Pude ver que ya conocía y adoraba la Encarnación del Redentor en sí misma, donde se hallaba como un pequeño cuerpo humano luminoso, completamente formado y provisto de todos sus miembros. Aquí, en Nazaret, no es lo mismo que en Jerusalén, donde las mujeres deben quedarse en el atrio, sin poder entrar en el Templo, porque solamente los sacerdotes tienen acceso al Santuario. En Nazaret la misma Virgen es el Templo: el Santo de los Santos está en Ella, como también el Sumo Sacerdote y se halla Ella sola con Él. ¡Qué conmovedor es todo esto y qué natural y sencillo al mismo tiempo! Quedaban cumplidas las palabras del salmo 45: "El Altísimo
ha santificado su tabernáculo; Dios está en medio de Él, y no será conmovido".
Era más o menos la medianoche cuando contemplé todo este espectáculo. Al cabo de algún tiempo Ana entró en la habitación de María con las demás mujeres. Un movimiento admirable en la naturaleza las había despertado: una luz maravillosa había aparecido por encima de la casa. Cuando vieron a María de rodillas, bajo la lámpara, arrebatada en el éxtasis de su plegaria, se alejaron respetuosamente.
Después de algún tiempo vi a la Virgen levantarse y acercarse al altarcito de la pared; encendió la lámpara y oró de pie. Delante de ella, sobre un alto atril, había rollos escritos. Sólo al amanecer la vi descansando. El guía me llevó fuera de la habitación; pero cuando estuve en el pequeño vestíbulo de la casa me vi presa de gran temor. Aquella horrible serpiente, que estaba allí en acecho, se precipitó sobre mí y quiso ocultarse entre los pliegues de mi vestido. Me encontré en medio de una angustia horrible; pero mi guía me alejó de allí y pude ver que reaparecían los tres espíritus, que golpearon nuevamente al monstruo. Aún resuena en mí su grito horroroso y me espanta su recuerdo.
Contemplando esta noche el misterio, de la Encarnación comprendía todavía muchas otras cosas. Ana recibió un conocimiento interior de lo que estaba realizándose. Supe también por qué el Redentor debía quedar nueve meses en el seno de su Madre y nacer bajo la forma de niño; el porqué no quiso aparecer en forma de hombre perfecto como nuestro primer padre Adán saliendo de las manos de Dios: todo esto se me explicó, pero ya no lo puedo explicar con claridad. Lo que puedo decir es que Él quiso santificar nuevamente el acto de la concepción y la natividad de los hombres, degradados por el pecado original.
Si María se convirtió en Madre y si Él no vino más temprano al mundo fue porque ella era lo que ninguna criatura fue antes ni será después: el puro vaso de gracia que Dios había prometido a los hombres y en el cual Él debía hacerse hombre, para pagar las deudas de la humanidad, mediante los abundantes méritos de su pasión.
La Santísima Virgen era la flor perfectamente pura de la raza humana abierta en la plenitud de los tiempos. Todos los hijos de Dios entre los hombres, todos, hasta los que desde el principio habían trabajado en la obra de la santificación, han contribuido a su venida. Ella era el único oro puro de la tierra; solamente ella era la porción inmaculada de la carne y de la sangre de la humanidad entera, que preparada, depurada, recogida y consagrada a través de todas las generaciones de sus antepasados; conducida, protegida y fortalecida bajo el régimen de la ley de Moisés, se realizaba finalmente como plenitud de la gracia. Predestinada en la eternidad, surgió en el tiempo como Madre del Verbo Eterno.
La Virgen María contaba poco más de catorce años cuando tuvo lugar la Encarnación de Jesucristo. Jesús llegó a la edad de treinta y tres años y tres veces seis semanas. Digo tres veces seis, porque en este mismo instante estoy viendo la cifra seis repetida tres veces.
XXX
Visitación de María a Isabel
Algunos días después de la Anunciación del Ángel a María, José volvióse a Nazaret e hizo ciertos arreglos en la casa para poder ejercer su oficio y quedarse, pues hasta entonces sólo había permanecido dos días allí. Nada sabía del misterio de la Encarnación del Verbo en María. Ella era la Madre de Dios y era la sierva del Señor y guardaba humildemente el secreto. Cuando la Virgen sintió que el Verbo se había hecho carne en ella, tuvo un gran deseo de ir a Juta, cerca de Hebrón, para visitar a su prima Isabel, que según, las palabras del ángel hallábase encinta desde hacía seis meses.Visitación de María a Isabel
Acercándose el tiempo en que José debía ir a Jerusalén, para la fiesta de Pascua, quiso acompañarle con el fin de asistir a Isabel durante su embarazo. José, en compañía de la Virgen Santísima, se puso en camino para Juta. Él camino se dirigía al Mediodía. Llevaban un asno sobre el cual montaba María de vez en cuando. Este asno tenía atada al cuello una bolsa perteneciente a José, dentro de la cual había un largo vestido pardo con una especie de capuz. María se ponía este traje para ir al Templo o a la sinagoga. Durante el viaje usaba una túnica parda de lana, un vestido gris con una faja por encima, y cubría su cabeza una cofia amarilla. Viajaban con bastante rapidez. Después de haber atravesado la llanura de Esdrelón, los vi trepar una altura y entrar en la ciudad, de Dotan, en casa de un amigo del padre de José. Este era un hombre bastante acomodado, oriundo de Belén. Él padre de José lo llamaba hermano a pesar de no serlo: descendía de David por un antepasado que también fue rey, según creo, llamado Ela, o Eldoa o Eldad, pues no recuerdo bien su nombre.
Dotan era una ciudad de activo comercio. Luego los vi pernoctar bajo un cobertizo. Estando aún a doce leguas de la casa de Zacarías pude verlos otra noche en medio de un bosque, bajo una cabaña de ramas toda cubierta de hojas verdes con hermosas flores blancas. Frecuentemente se ven en este país al borde de los caminos esas glorietas hechas de ramas y de hojas y algunas
construcciones más sólidas en las cuales los viajeros pueden pernoctar o refrescarse, y aderezar y cocer los alimentos que llevan consigo. Una familia de la vecindad se encarga de la vigilancia de varios de estos lugares y proporciona las cosas necesarias mediante una pequeña retribución. No fueron directamente de Jerusalén a Juta. Con el fin de viajar en la mayor soledad dieron una
vuelta por tierras del Este, pasando al lado de una pequeña ciudad, a dos leguas de Emaús y tomando los caminos por donde Jesús anduvo durante sus años de predicación. Más tarde tuvieron que pasar dos montes, entre los cuales los vi descansar una vez comiendo pan, mezclando con el agua parte del bálsamo que habían recogido durante el viaje. En esta región el país es muy
montañoso.
Pasaron junto a algunas rocas, más anchas en su parte superior que en la base; había en aquellos lugares grandes cavernas, dentro de las cuales se veían toda clase de piedras curiosas. Los valles eran muy fértiles. Aquel camino los condujo a través de bosques y de páramos, de prados y de campos. En un lugar bastante cerca del final del viaje noté particularmente una planta que tenía pequeñas y hermosas hojas verdes y racimos de flores formados por nueve campanillas cerradas de color de rosa. Tenía allí algo en qué debía ocuparme; pero he olvidado de qué se trataba.
La casa de Zacarías estaba situada sobre una colina, en torno de la cual había un grupo de casas. Un arroyo torrentoso baja de la colina. Me pareció que era el momento en que Zacarías volvía a su casa desde Jerusalén, pasadas las fiestas de Pascua. He visto a Isabel caminando, bastante alejada de su casa, sobre el camino de Jerusalén, llevada por un ansia inquieta e indefinible. Allí la encontró Zacarías, que se espantó de verla tan lejos de la casa en el estado en que se encontraba. Élla dijo que estaba muy agitada, pues la perseguía el pensamiento de que su prima María de Nazaret estaba en camino para visitarla.
Zacarías trató de hacerle comprender que desechase tal idea y por signos y escribiendo en una tablilla, le decía cuán poco verosímil era que una recién casada emprendiera viaje tan largo en aquel momento. Juntos volvieron a su casa. Isabel no podía desechar esa idea fija, habiendo sabido en sueños que una mujer de su misma sangre se había convertido en Madre del Verbo Eterno, del Mesías prometido. Pensando en María concibió un deseo muy grande de verla y la vio, en efecto, en espíritu que venía hacia ella. Preparó en su casa, a la derecha de la entrada, una pequeña habitación con asientos y aguardó allí al día siguiente, a la expectativa, mirando hacia el camino por si llegaba María. Pronto se levantó y salió a su encuentro por el camino.
Isabel era una mujer alta, de cierta edad: tenía el rostro pequeño y rasgos bellos; la cabeza la llevaba velada. Sólo conocía a María por las voces y la fama. María, viéndola a cierta distancia, conoció que era ella Isabel y se apresuró a ir a su encuentro, adelantándose a José que se quedó discretamente a la distancia. Pronto estuvo María entre las primeras casas de la vecindad, cuyos habitantes, impresionados por su extraordinaria belleza y conmovidos por cierta dignidad sobrenatural que irradiaba toda su persona, se retiraron respetuosamente en el momento de su encuentro con Isabel. Se saludaron amistosamente dándose la mano. En aquel momento vi un punto luminoso en la Virgen Santísima y como un rayo de luz que partía de allí hacia Isabel, la cual recibió una impresión maravillosa. No se detuvieron en presencia de los hombres, sino que, tomándose del brazo, se dirigieron a la casa por el patio interior.
En el umbral de la puerta, Isabel dio nuevamente la bienvenida a María y luego entraron en la casa. José llegó al patio conduciendo al asno, que entregó a un servidor y fue a buscar a Zacarías en una sala abierta sobre el costado de la casa. Saludó con mucha
humildad al anciano sacerdote, el cual lo abrazó cordialmente y conversó con él por medio de la tablilla sobre la que escribía, pues había quedado mudo desde que el ángel se le había aparecido en el Templo.
María e Isabel, una vez que hubieron entrado, se hallaron en un cuarto que me pareció servir de cocina. Allí se tomaron de los brazos. María saludó a Isabel muy cordialmente y las dos juntaron sus mejillas. Vi entonces que algo luminoso irradiaba desde María hasta el interior de Isabel, quedando ésta toda iluminada y profundamente conmovida, con el corazón agitado por santo regocijo. Se retiró Isabel un poco hacia atrás, levantando la mano y, llena de humildad, de júbilo y entusiasmo, exclamó: "Bendita eres entre todas las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre. ¿Pero de dónde a mí tanto favor que la Madre de mi Señor venga a visitarme?... Porque he aquí que como llegó la voz de tu salutación a mis oídos, la criatura que llevo se estremeció de alegría en mi interior. ¡Oh, dichosa tú, que has creído; lo que te ha dicho el Señor se cumplirá!"
Después de estas palabras condujo a María a la pequeña habitación preparada, para que pudiera sentarse y reposar de las fatigas del viaje. Sólo había que dar unos pasos para llegar hasta allí. María dejó el brazo de Isabel, cruzó las manos sobre el pecho y empezó el cántico del Magníficat: "Mi alma glorifica al Señor; y mi espíritu se alegró en Dios mi Salvador. Porque miró a la bajeza de su sierva; porque he aquí que desde ahora me llamarán bienaventurada todas las generaciones. Porque ha hecho grandes cosas conmigo el Todopoderoso, y santo es su Nombre. Y su misericordia es de generación en generación a los que le temen. Hizo valentías con su brazo; esparció a los soberbios en el pensamiento de su corazón. Quitó a los poderosos de los tronos y levantó a los humildes. A los hambrientos hinchó de bienes y a los ricos envió vacíos. Socorrió a Israel, su siervo, acordándose de su misericordia. Como habló a nuestros padres, a Abrahán y a su simiente, para siempre".
Isabel repetía en voz baja el Magníficat con el mismo impulso de inspiración de María. Luego se sentaron en asientos muy bajos, ante una mesita de poca altura. Sobre ésta había un vaso pequeño.
¡Qué dichosa me sentía yo, porque repetía con ellas todas las oraciones, sentada muy cerca de María! ¡Qué grande era entonces mi felicidad!
José y Zacarías están juntos conversando acerca del Mesías, de su próxima venida y de la realización de las profecías. Zacarías era un anciano de alta estatura y hermoso cuando estaba vestido de sacerdote. Ahora responde siempre por signos o escribiendo en su tablilla. Los veo al lado de la casa en una sala abierta al jardín.
María e Isabel están sentadas sobre una alfombra en el huerto, bajo un árbol grande, detrás del cual hay una fuente por donde se escapa el agua cuando se retira la compuerta. En todo el contorno veo un prado cubierto de césped, de flores y de árboles con pequeñas ciruelas amarillas. Están juntas comiendo frutas y panecillos sacados de la alforja de José. ¡Qué simplicidad y qué conmovedora frugalidad!
En la casa hay dos criados y dos mozos de servicio: los veo ir y venir preparando alimentos en una mesa, debajo dé un árbol. Zacarías y José se acercan y comen también algo. José quería volverse de inmediato a Nazaret; pero tendrá que quedarse ocho
días allí. No sabe nada aún del estado de embarazo de María. Isabel y María habían guardado silencio sobre esto, manteniendo entre ellas una armonía secreta y profunda, que las unía íntimamente.
Varias veces al día, especialmente antes de las comidas, cuando todos se hallaban reunidos, las santas mujeres decían una especie de Letanías. José oraba con ellas. Pude ver una cruz que aparecía entre las dos mujeres, a pesar de no existir aún la cruz: aquello era como si dos cruces se hubiesen visitado.
Ayer, por la tarde, se juntaron todos para comer, quedándose hasta la medianoche sentados a la luz de una lámpara, bajo el árbol del jardín. Vi luego a José y a Zacarías solos en su oratorio, y a María y a Isabel en su pequeña habitación, una frente a la otra, de pie, absortas y estáticas, diciendo juntas el cántico del Magníficat. Además del vestuario mencionado, la Virgen usaba algo parecido a un velo negro transparente, que bajaba sobre el rostro cuando debía hablar con los hombres.
Hoy Zacarías condujo a José a otro jardín retirado de su casa. Zacarías era un hombre muy ordenado en todas sus cosas. En este huerto abundan árboles con frutas hermosas de todas clases: está muy bien cuidado, atravesado por una larga enramada, bajo la cual hay sombra; en su extremidad hay una glorieta escondida cuya puerta se abre por un costado. En lo alto de esta casa se ven aberturas cerradas con bastidores; dentro hay un lecho de reposo hecho de esteras, de musgos o de otras hierbas. Vi allí dos estatuas blancas del tamaño de un niño: no sé cómo se encuentran allí ni qué representan. Yo las hallaba parecidas a Zacarías y a Isabel, de cuando serían más jóvenes.
Hoy por la tarde vi a María y a Isabel ocupadas en la casa. La Virgen tomaba parte en los quehaceres domésticos y preparaba toda clase de prendas para el esperado niño. Las he visto trabajando juntas: tejían una colcha grande destinada al lecho de Isabel, para cuando hubiera dado a luz. Las mujeres judías usaban colchas de esta clase, las cuales tenían en el centro una especie de bolsillo
dispuesto de tal manera que la madre podía envolverse completamente en él con su niño. Encerrada allí dentro y sostenida mediante almohadas podía sentarse o tenderse según su voluntad. En el borde de la colcha había flores bordadas y algunas sentencias.
Isabel y María preparaban también toda clase de objetos para regalarlos a los pobres cuando naciera la criatura. Vi a santa Ana durante la ausencia de María y de José, enviar a menudo su criada a la casa de Nazaret para ver si todo seguía en orden allí. Una vez la vi ir allá sola.
Zacarías fue con José a pasear al campo. La casa se hallaba sobre una colina y es la mejor de toda esa región; otras casitas veo dispersas alrededor. María se encuentra sola, un tanto fatigada, en la casa con Isabel. He visto a Zacarías y a José pasar la noche en el jardín situado a alguna distancia de la casa. Unas veces los vi durmiendo en la glorieta, otras, orando a la intemperie. Volvieron al amanecer.
He visto a Isabel y a María dentro de la casa. Todas las mañanas y las noches repiten el Magníficat, inspirado a María por el Espíritu Santo, después de la salutación de Isabel. La salutación del ángel fue como una consagración que hacía el templo de María Santísima a Dios. Cuando pronunció aquellas palabras: "He aquí la sierva del Señor, hágase en mí según tu palabra", el Verbo Divino, saludado por la Iglesia y saludado por su sierva, entró en ella. Desde entonces, Dios estuvo en su templo y María fue el templo y el Arca de la Alianza del Nuevo Testamento. La salutación de Isabel y el alborozo de Juan en el seno de su madre, fueron el primer culto rendido ante aquel Santuario. Cuando la Virgen entonó el Magníficat, la Iglesia de la Nueva Alianza, del nuevo matrimonio, celebró por primera vez el cumplimiento de las promesas divinas de la Antigua Alianza, del antiguo matrimonio, recitando, en acción de gracias, un Te Deum laudamus. ¡Quién pudiera expresar dignamente la emoción de este homenaje rendido por la Iglesia a su Salvador, aún antes de su nacimiento!
Esta noche, mientras veía orar a las santas mujeres, tuve varias intuiciones y explicaciones relativas al Magníficat y al acercamiento del Santo Sacramento en la actual situación de la Santísima Virgen. Mi estado de sufrimiento y mis numerosas molestias me han hecho olvidar casi todo lo que he podido ver. En el momento del pasaje del cántico:"Hizo valentías con su brazo", vi diferentes cuadros figurativos del Santísimo Sacramento del Altar en el Antiguo Testamento. Había allí, entre otros, un cuadro de Abrahán sacrificando a Isaac, y de Isaías anunciando a un rey perverso algo de que éste se burlaba, y que he olvidado. Vi muchas cosas desde Abrahán hasta Isaías, y desde éste hasta María Santísima. Siempre veía el Santísimo Sacramento acercándose a la Iglesia de Jesucristo, quien reposaba todavía en el seno de su Madre.
Hace mucho calor allí donde está María en la tierra prometida. Todos se van al jardín donde está la casita. Primero Zacarías y José, luego Isabel y María. Han tendido un toldo bajo un árbol como para hacer una tienda de campaña. Hacia un lado veo asientos muy bajos con respaldos.
Anoche vi a Isabel y a María que iban al jardín un tanto alejado de la casa de Zacarías. Llevaban frutas y panecillos dentro de unas cestas y parecía que querían pasar la noche en ese lugar. Cuando José y Zacarías volvieron más tarde, vi a María que les salía al encuentro. Zacarías tenía su tablilla, pero la luz era insuficiente para que pudiera escribir y vi que María impulsada por el
Espíritu Santo le anunció que esa misma noche habría de hablar y que podía dejar su tablilla, ya que pronto podría conversar con José y rezar junto a él.
Tanto me sorprendió esto, que yo, sacudiendo la cabeza, no quise admitirlo; pero mi Ángel de la Guarda, o mi guía espiritual, que siempre me acompaña, díjome, haciéndome una señal para que mirase a otra parte: "¿No quieres creer esto? Pues mira lo que sucede allí". Mirando hacia el lado que me indicaba vi un cuadro totalmente distinto, de época muy posterior. Vi al santo ermitaño Goar en un lugar donde el trigo había sido cortado. Hablaba con los mensajeros de un obispo mal dispuesto con él y aún aquellos hombres no le tenían afecto. Cuando los hubo acompañado hasta su casa lo vi buscando un gancho cualquiera para poder colgar su capa. Como viera un rayo de sol que entraba por la abertura del muro, en la simplicidad de su fe colgó su capa de aquel rayo y ella quedó suspendida allí en el aire. Me admiró tanto este prodigio que ya no me asombré de oír hablar a Zacarías, puesto que aquella gracia le llegaba por intermedio de María Santísima, dentro de la cual habitaba el mismo Dios. Mi guía me habló entonces de aquello a que se da el nombre de milagro. Entre otras cosas recuerdo que me dijo:
"Una confianza total en Dios, con la simplicidad de un niño, da a todas las cosas el ser y la substancia".
Estas palabras me aclararon acerca de todos los milagros, aunque no puedo explicarme esto con claridad.
Vi a los cuatro santos personajes pasar la noche en el jardín: se sentaron y comieron algunas cosas. Luego los vi caminar de dos en dos, orar juntos y entrar alternativamente en la glorieta para descansar en ella. Supe también que después del sábado, José se volvería a Nazaret y que Zacarías lo acompañaría un trecho de camino. Había un hermoso claro de luna y el cielo estaba muy
puro.
Durante la oración de las dos santas mujeres vi una parte del misterio relacionado con el Magníficat. Debo volver a ver todo esto el sábado, víspera de la octava de la fiesta y entonces podré decir algo más. Ahora sólo puedo comunicar lo siguiente: el Magníficat es el cántico de acción de gracias por el cumplimiento de la bendición misteriosa de la Antigua Alianza. Durante la oración de María vi sucesivamente a todos sus antepasados. Había en el transcurso de los siglos, tres veces catorce parejas de esposos que se sucedían, en los cuales el padre era siempre el vástago del matrimonio anterior. De cada una de estas parejas vi salir un rayo de luz dirigido hacia María mientras se hallaba en oración. Todo el cuadro creció ante mis ojos como un árbol con ramas luminosas, las cuales iban embelleciéndose cada vez más, y por fin, en un sitio determinado de este árbol de luz, vi la carne y la sangre purísimas e inmaculadas de María, con las cuales Dios debía formar su Humanidad, mostrándose en medio de un resplandor cada vez más vivo.
Oré entonces, llena de júbilo y de esperanza, como un niño que viera crecer delante de sí el árbol de Navidad. Todo esto era una imagen de la proximidad de Jesucristo en la carne y de su Santísimo Sacramento. Era como si hubiese visto madurar el trigo para formar el pan de vida del que me hallara hambrienta. Todo esto es inefable. No puedo decir cómo se formó la carne en la cual se encarnó el mismo Verbo. ¿Cómo es posible esto a una criatura humana que todavía se encuentra dentro de esa carne, de la cual el Hijo de Dios y de María ha dicho que no sirve para nada y que sólo el espíritu vivifica?... También dijo Él que aquéllos que se nutren de su Carne y de su Sangre gozarán de la Vida Eterna y serán resucitados por Él en el último día. Únicamente su Carne y su Sangre son el alimento verdadero y tan sólo aquéllos que toman este Alimento viven en Él, y Él en ellos.
No puedo expresar cómo vi, desde el comienzo, el acercamiento sucesivo de la Encarnación de Dios y con ella la proximidad del Santo Sacramento del Altar, manifestándose de generación en generación; luego una nueva serie de patriarcas representantes del Dios Vivo que reside entre los hombres en calidad de víctima y de alimento hasta su segundo advenimiento en el último día, en la institución del sacerdocio que el Hombre-Dios, el nuevo Adán, encargado de expiar el pecado del primero, ha trasmitido a sus Apóstoles y éstos a los nuevos sacerdotes, mediante la imposición de las manos, para formar así una sucesión semejante de sacerdotes no interrumpida de generación en generación.
Todo esto me enseñó que la recitación de la genealogía de Nuestro Señor ante el Santísimo Sacramento en la fiesta del Corpus Christi, encierra un misterio muy grande y muy profundo. También aprendí por él que así como entre los antepasados carnales de Jesucristo hubo algunos que no fueron santos y otros que fueron pecadores, sin dejar de constituir por eso gradas de la escala de Jacob, mediante las cuales Dios bajó hasta la Humanidad, también los obispos indignos quedan capacitados para consagrar el Santísimo Sacramento y para otorgar el sacerdocio a otros, con todos los poderes que le son inherentes.
Cuando se ven estas cosas se comprende por qué los viejos libros alemanes llaman al Antiguo Testamento la Antigua Alianza o antiguo matrimonio, y al Nuevo Testamento la Nueva Alianza o nuevo matrimonio. La flor suprema del antiguo matrimonio fue la Virgen de las vírgenes, la prometida del Espíritu Santo, la muy casta Madre del Salvador; el vaso espiritual, el vaso honorable, el vaso insigne de devoción donde el Verbo se hizo carne. Con este misterio comienza el nuevo matrimonio, la Nueva Alianza. Esta Alianza es virginal en el sacerdocio y en todos aquéllos que siguen al Cordero, y en ella el Matrimonio es un gran sacramento: la unión de Jesucristo con su prometida la Iglesia.
Para poder expresar, en cuanto me sea posible, cómo me fue explicada la proximidad de la Encarnación del Verbo y al mismo tiempo el acercamiento del Santísimo Sacramento del Altar, sólo puedo repetir, una vez más, que todo esto apareció ante mis ojos en una serie de cuadros simbólicos, sin que, a causa del estado en que me encuentro, me sea posible dar cuenta de los detalles en forma inteligible. Sólo puedo hablar en forma general. He visto primero la bendición de la promesa que Dios diera a nuestros primeros padres en el Paraíso y un rayo que iba de esta bendición a la Santísima Virgen, que se hallaba recitando el Magníficat con Isabel. Vi a Abrahán, que había recibido de Dios aquella bendición, y un rayo que partiendo de él llegaba a la Santísima Virgen. Vi a los otros patriarcas que habían llevado y poseído aquella cosa santa y siempre aquel rayo yendo de cada uno de ellos hasta María. Vi después la transmisión de aquella bendición hasta Joaquín, el cual, gratificado con la más alta bendición venida del Santo de los Santos del Templo, pudo convertirse por ello en el padre de la Santísima Virgen concebida sin pecado. Y por último es en Ella donde, por la intervención del Espíritu Santo, el Verbo, se hizo carne. En ella, como en el Arca de la Alianza del Nuevo Testamento, el Verbo habitó nueve meses entre nosotros, oculto a todas las miradas, hasta que habiendo nacido de María en la plenitud de los tiempos, pudimos ver su gloria, como gloria del Hijo único del Padre, lleno de gracia y de verdad.
Esta noche vi a la Santísima Virgen dormir en su pequeña habitación, teniendo su cuerpo de costado, la cabeza reclinada sobre el brazo. Se hallaba envuelta en un trozo de tela blanca, de la cabeza a los pies. Bajo su corazón vi brillar una gloria luminosa en forma de pera rodeada de una pequeña llama de fulgor indescriptible. En Isabel brillaba también una gloria, menos brillante, aunque más grande, de forma circular; la luz que despedía era menos viva.
Ayer, viernes, por la noche, empezando ya el nuevo día, pude ver en una habitación de la casa de Zacarías, que aún no conocía, una lámpara encendida para festejar el Sábado. Zacarías, José y otros seis hombres, probablemente vecinos de la localidad, oraban de pie bajo la lámpara, en torno de un cofre sobre el cual se hallaban rollos escritos. Llevaban paños sobre la cabeza; pero al orar no hacían las contorsiones que hacen los judíos actuales. A menudo bajaban la cabeza y alzaban los brazos al aire. María, Isabel y otras dos mujeres se hallaban apartadas, detrás de un tabique de rejas, en un sitio desde donde podían ver el oratorio: llevaban mantos de oración y estaban veladas desde la cabeza a los pies.
Luego de la cena del sábado vi a la Virgen Santísima en su pequeña habitación recitando con Isabel el Magníficat. Estaban de pie contra el muro, una frente a la otra, con las manos juntas sobre el pecho y los velos negros sobre el rostro, orando, una después de la otra, como las religiosas en el coro. Yo recité el Magníficat con ellas, y durante la segunda parte del cántico pude ver, unos lejos y otros cerca, a algunos de los antepasados de María, de los cuales partían como líneas luminosas que se dirigían hacia ella.
Vi aquellos rayos de luz saliendo de la boca de sus antepasados masculinos y del corazón del otro sexo, para concluir en la gloria que estaba en María. Creo que Abrahán, al recibir la bendición que preparaba el advenimiento de la Virgen, habitaba cerca del lugar donde María recitó el Magníficat, pues el rayo que partía de él, llegaba hasta María desde un punto muy cercano, mientras que los que partían de personajes mucho más cercanos en el tiempo, parecían venir de muy lejos, de puntos más distantes.
Cuando terminaron el Magníficat, que recitaban todos los días por la mañana y por la noche, desde la Visitación, se retiró Isabel, y vi a la Virgen entregarse al reposo. Habiendo terminado la fiesta del sábado los vi comer de nuevo el domingo por la noche. Tomaron su alimento todos juntos en el jardín cercano a la casa. Comieron hojas verdes que remojaban en salsa. Sobre la mesa había fuentes con frutas pequeñas y otros recipientes que contenían, creo, miel, que tomaban con unas espátulas de asta.
Más tarde, con claro de luna, estando la noche estrellada y limpia, se puso en viaje José acompañado de Zacarías. Llevaba un pequeño paquete con panes, un cántaro y un bastón de empuñadura curva. Los dos tenían abrigos de viaje con capuz. Las mujeres los acompañaron corto trecho, volviendo solas en medio de una noche hermosísima. Ambas entraron directamente en la
habitación de María, donde había una lámpara encendida, como era habitual cuando ella oraba y se preparaba para el descanso. Las dos se quedaron de pie, una en frente a la otra, y recitaron el Magníficat.
Esta noche he visto a María e Isabel. Lo único que recuerdo es que pasaron toda la noche en oración, aunque no sé la causa de ello. Durante el día he visto a María ocupada en diversos trabajos, como ser trenzado de colchas. Vi a Zacarías y a José, que se hallaban aún en camino: pasaron la noche en un cobertizo. Habían dado grandes rodeos y visitado, me parece, a diversas familias. Creo que les faltaban tres días para el término del viaje. No recuerdo otros detalles.
Ayer vi a José en su casa de Nazaret. Creo que ha ido a ella directamente, sin detenerse en Jerusalén. La criada de Ana se encarga del cuidado doméstico, yendo de una casa a otra. Fuera de ella no hay nadie más en la casa de José, que está completamente solo. También vi a Zacarías de vuelta en su casa.
Vi a María e Isabel recitando el Magníficat y ocupándose de diversos trabajos. Al caer la tarde pasearon por el huerto, donde había una fuente, cosa no común en el país. Por la noche, pasadas las horas de calor, iban a pasear por los alrededores, pues la casa de Zacarías se halla aislada y rodeada de campiñas. Habitualmente se acostaban más o menos a las nueve, levantándose siempre
antes de la salida del sol.
He visto un cuadró indescriptible de la Iglesia. Se me apareció la Iglesia en forma de una fruta octogonal muy delicada que nacía de un tallo cuyas raíces tocaban en una fuente ondulante de la tierra. El tallo no era más alto de lo necesario como para poder ver entre la iglesia y la tierra. Delante de la iglesia había una puerta, sobre la fuente misma, la cual ondeaba arrojando de sí algo blanco como arena hacia ambos lados, y en derredor todo reverdecía y fructificaba. En la parte delantera de la Iglesia no se veía raíz alguna de las que iban a la tierra. Dentro de la iglesia y en medio de ella había, a semejanza de la cápsula de la semilla de la manzana, un recipiente formado de filamentos blancos, muy tiernos, en cuyos intersticios veíanse como las semillas de una
manzana.
En el piso interno de la iglesia había una abertura por la cual se podía mirar la fuente ondeante de abajo. Mientras miraba esto vi que caían algunos granos resecos y marchitos en la fuente. Esa especie de flor se iba transformando cada vez más en una iglesia y la cápsula del medio se iba convirtiendo en un artístico armazón parecido a un hermoso ramo.
Dentro de este artificio he visto a la Santísima Virgen y a Santa Isabel, que parecían a su vez como dos santuarios o Sancta Sanctorum. Vi que ambas se saludaban volviéndose una hacia la otra. En ese momento aparecían dos rostros de ellas: Jesús y Juan. A Juan lo he visto encorvado dentro del seno materno. A Jesús lo vi como lo suelo ver en el Santísimo Sacramento: a semejanza de un pequeño Niño luminoso que iba hacia donde estaba Juan. Estaba de pie, como flotando y llegándose a Juan le quitaba como una neblina. El pequeño Juan estaba ahora con el rostro echado sobre el suelo. La neblina caía al pozo por la mencionada abertura y era absorbida y desaparecía en la fuente que estaba debajo. Luego Jesús levantó al pequeño Juan en el aire, y lo abrazó. Después de esto he visto volver a ambos al seno materno, mientras María e Isabel cantaban el Magníficat.
Bajo este cántico he visto a ambos lados de la Iglesia a José y a Zacarías adelantarse, y detrás de ellos otros muchos hasta llenarse la iglesia, que concluyó en una gran festividad realizada adentro. En derredor de la iglesia crecía una viña con tanta pujanza que fue necesario podarla por varias partes. La iglesia asentóse, por fin, en el suelo; apareció un altar en ella y en la abertura que daba al pozo se formó un baptisterio. Muchísima gente entraba por la puerta a la iglesia. Todas estas transformaciones se produjeron lentamente, como brotando y creciendo. Me es difícil explicar todo esto tal como lo he visto. Más tarde, en la fiesta de San Juan, tuve otra visión. La iglesia octogonal era ahora transparente como cristal o, mejor dicho, como si fueran rayos de agua cristalina. En medio de ella había una fuente de agua, bajo una torrecita, donde vi a Juan bautizando. De pronto se cambió el cuadro y de la fuente del medio brotó un tallo como una flor. En derredor había ocho columnas con una corona piramidal sobre la cual estaban los antepasados de Ana, de Isabel y de Joaquín, con María y José y los antepasados de Zacarías y de José algo apartados de la rama principal. Juan estaba arriba en una rama del medio. Pareció que salía una voz de él, y he visto entonces a muchos pueblos, a reyes y príncipes entrar en la iglesia y a un obispo que distribuía el Santísimo Sacramento. Oí a Juan que hablaba de la gran dicha de la gente que había entrado en la iglesia.
Vi a la Virgen Santísima después de su vuelta de Juta a Nazaret, pasando algunos días en casa de los padres del discípulo Parmenas, el cual en aquella época no había nacido aún. Creo haber visto esto en el mismo momento del año en que sucedió. Tengo la sensación de que fue así. Según esto, el nacimiento de Juan habría tenido lugar a fines de Mayo o principios de Junio. María se quedó tres meses en casa de Santa Isabel, hasta el nacimiento de Juan. En el tiempo de la circuncisión del niño ya no se hallaba allí.
Cuando María partió para Nazaret, José acudió a su encuentro a la mitad del camino. Cuando José volvió a Nazaret con la Santísima Virgen, notó que se hallaba encinta, y le asaltaron toda clase de dudas y de inquietudes, pues ignoraba la aparición del ángel y su revelación a María.
Después de su desposorio, José había ido a Belén por asuntos de familia, y María, entre tanto, a Nazaret con sus padres o algunas compañeras. La salutación angélica había tenido lugar antes del retorno de José, y María, en su tímida humildad, había guardado silencio sobre el secreto de Dios. José, turbado e inquieto, no demostraba nada exteriormente; pero luchaba en silencio contra sus dudas. La Virgen, que había previsto esto, permanecía grave y pensativa, lo cual aumentaba las angustias de José.
Cuando llegaron a Nazaret la Virgen no se dirigió enseguida a su casa con San José, sino que se quedó dos días en casa de una familia emparentada con la suya, donde habitaban los padres del discípulo Parmenas, no nacido aún, que fue más tarde uno de los siete diáconos en la primera comunidad de los cristianos de Jerusalén. Aquellas gentes se hallaban vinculadas a la Sagrada Familia, siendo la madre, hermana del tercer esposo de María de Cleofás, el cual fue padre de Simeón, obispo de Jerusalén. Tenían una casa y jardín en Nazaret. También tenían parentesco con María Santísima por Isabel. Vi a la Virgen permanecer algún tiempo en esa casa, antes de volver a la de José.
Entre tanto la inquietud de José aumentó de tal manera, que cuando María volvió a su lado, José se había formado el propósito de dejarla, huyendo secretamente de la casa y de su lado. Mientras iba pensando estas cosas se le apareció un ángel, que le dijo palabras que tranquilizaron su ánimo.
Desde hace varios días veo a María en casa de Ana, su madre, cuya casa se halla más o menos a una legua de Nazaret, en el valle de Zabulón. La criada de Ana permanece en Nazaret cuando María está ausente y sirve a José. Veo que mientras vivió Ana casi no tenían hogar independiente del todo, pues recibían siempre de ella todo lo que necesitaban para su manutención.
Veo desde hace quince días a María ocupada en preparativos para el nacimiento de Jesús: cose colchas, tiras y pañales. Su padre Joaquín ya no vive. En la casa hay una niña de unos siete años de edad que está a menudo junto a la Virgen y recibe lecciones de María. Creo que es la hija de María de Cleofás y que también se llama María. José no está en Nazaret, pero debe llegar muy pronto. Vuelve de Jerusalén donde ha llevado los animales para el sacrificio. Vi a la Virgen Santísima en la casa, trabajando, sentada en una habitación con otras mujeres. Preparaban prendas y colchas para el nacimiento del Niño.
Ana poseía considerables bienes en rebaños y campos y proporcionaba con abundancia todo lo que necesitaba María, en avanzado estado de embarazo. Como creía que María daría a luz en su casa y que todos sus parientes vendrían a verla, hacía allí toda clase de preparativos para el nacimiento del Niño de la Promesa, disponiendo, entre otras cosas, hermosas colchas y preciosas alfombras.
Cuando nació Juan pude ver una de estas colchas en casa de Isabel. Tenía figuras simbólicas y sentencias hechas con trabajos de aguja. Hasta he visto algunos hilos de oro y plata entremezclados en el trabajo de aguja. Todas estas prendas no eran únicamente para uso de la futura madre: había muchas destinadas a los pobres, en los que siempre se pensaba en tales ocasiones solemnes.
Vi a la Virgen y a otras mujeres sentadas en el suelo alrededor de un cofre, trabajando en una colcha de gran tamaño colocada sobre el cofre. Se servían de unos palillos con hilos arrollados de diversos colores. Ana estaba muy ocupada, e iba de un lado a otro tomando lana, repartiéndola y dando trabajo a cada una de ellas.
José debe volver hoy a Nazaret. Se hallaba en Jerusalén donde había ido a llevar animales para el sacrificio, dejándolos en una pequeña posada dirigida por una pareja sin hijos situada a un cuarto de legua de la ciudad, del lado de Belén. Eran personas piadosas, en cuya casa se podía habitar confiadamente. Desde allí se fue José a Belén; pero no visitó a sus parientes, queriendo tan sólo tomar informes relativos a un empadronamiento o una percepción de impuestos que exigía la presencia de cada ciudadano en su pueblo natal.
Con todo, no se hizo inscribir aún, pues tenía la intención, una vez realizada la purificación de María, de ir con ella de Nazaret al Templo de Jerusalén, y desde allí a Belén, donde pensaba establecerse. No sé bien qué ventajas encontraba en esto, pero no gustándole la estadía en Nazaret, aprovechó esta oportunidad para ir a Belén. Tomó informes sobre piedras y maderas de construcción, pues tenía la idea de edificar una casa. Volvió luego a la posada vecina a Jerusalén, condujo las víctimas al Templo y retornó a su hogar.
Atravesando hoy la llanura de Kimki, a seis leguas de Nazaret, se le apareció un ángel, indicándole que partiera con María para Belén, pues era allí donde debía nacer el Niño. Le dijo que debía llevar pocas cosas y ninguna colcha bordada. Además del asno sobre el cual debía ir María montada, era necesario que llevase consigo una pollina de un año, que aún no hubiese tenido cría. Debía dejarla correr en libertad, siguiendo siempre el camino que el animal tomara.
Esta noche Ana se fue a Nazaret con la Virgen María, pues sabían que José debía llegar. No parecía, sin embargo, que tuvieran conocimiento del viaje que debía hacer María con José a Belén. Creían que María daría a luz en su casa de Nazaret, pues vi que fueron llevados allí muchos objetos preparados, envueltos en grandes esteras.
Por la noche llegó José a Nazaret. Hoy he visto a la Virgen con su madre Ana en la casa de Nazaret, donde José les hizo conocer lo que el ángel le había ordenado la noche anterior. Ellas volvieron a la casa de Ana, donde las vi hacer preparativos para un viaje próximo. Ana estaba muy triste. La Virgen sabía de antemano que el Niño debía nacer en Belén; pero por humildad no había hablado. Estaba enterada de todo por las profecías sobre el nacimiento del Mesías que Ella conservaba consigo en Nazaret.
Estos escritos le habían sido entregados y explicados por sus maestras en el Templo. Leía a menudo estas profecías y rogaba por su realización, invocando siempre, con ardiente deseo, la venida de ese Mesías. Llamaba bienaventurada a aquélla que debía dar a luz y deseaba ser tan sólo la última de sus servidoras. En su humildad no pensaba que ese honor debía tocarle a ella. Sabiendo por los textos que el Mesías debía nacer en Belén, aceptó con júbilo la voluntad de Dios, preparándose para un viaje que habría de ser muy penoso para ella, en su actual estado y en aquella estación, pues el frío suele ser muy intenso en los valles entre cadenas montañosas.
Esta noche vi a José y a María, acompañados de Ana, María de Cleofás y algunos servidores, salir de la casa de Ana para su viaje. María iba sentada sobre la albarda del asno, cargado además con el equipaje, José lo conducía. Había otro asno sobre el cual debía regresar Ana. Esta mañana he visto a los santos viajeros a unas seis leguas de Nazaret, llegando a la llanura de Kimki, que era el lugar donde el ángel se le había aparecido a José dos días antes. Ana poseía un campo en aquel lugar y los servidores debían tomar allí la burra de un año que José quería llevar, la cual corría y saltaba delante o al lado de los viajeros.
Ana y María de Cleofás se despidieron y regresaron con sus servidores. Vi a la Sagrada Familia caminando por un sendero que subía a la cima de Gelboé. No pasaban por los poblados, y seguían a la pollina, que tomaba caminos de atajo. Pude verlos en una propiedad de Lázaro, a poca distancia de la ciudad de Ginim, por el lado de Samaria. El cuidador los recibió amistosamente, pues los había conocido en un viaje anterior. Su familia estaba relacionada con la de Lázaro.
Veo allí muchos hermosos jardines y avenidas. La casa está sobre una altura; desde la terraza se alcanza a contemplar una gran extensión de la comarca. Lázaro heredó de su padre esta propiedad. He visto que Nuestro Señor se detuvo con frecuencia durante su vida pública en este lugar y enseñó en los alrededores. El cuidador y su mujer trataron muy amistosamente a María. Se admiraron que hubiese emprendido semejante viaje en el estado en que se encontraba, dado que hubiera podido quedarse tranquilamente en casa de Ana.
He visto a la Sagrada Familia a varias leguas del sitio anterior, caminando en medio de la noche hacia una montaña a lo largo de un valle muy frío, donde había caído escarcha. La Virgen María, que sufría mucho el frío, dijo a José: "Es necesario detenernos aquí, pues no puedo seguir". No bien dijo estas palabras se detuvo la borriquilla debajo de un gran árbol de terebinto, junto al cual había una fuente. Se detuvieron y José preparó con las colchas un asiento para la Virgen, a la cual ayudó a desmontar del asno. María sentóse debajo del árbol y José colgó del árbol su linterna. A menudo he visto hacer lo mismo a las personas que viajan por estos lugares. La Virgen pidió a Dios ayuda contra el frío. Sintió entonces un alivio tan grande y una corriente de calor tal, que tendió sus manos a José para que él pudiera calentar un tanto sus manos ateridas. Comieron algunos panecillos y frutas, y bebieron agua de la fuente vecina, mezclándola con gotas del bálsamo que José llevaba en su cántaro.
José consoló y alegró a María. Era muy bueno y sufría mucho en ese viaje tan penoso para Ella. Habló del buen alojamiento que pensaba conseguir en Belén. Conocía una casa cuyos dueños eran gente buena y pensaba hospedarse allí con ciertas comodidades. Mientras iban de camino, hacía el elogio de Belén, recordando a María todas las cosas que podían consolarla y alegrarla. Esto me causaba lástima, pues yo sabía todo lo que sufriría: todo iba a acontecer de diferente manera.
A esta altura habían pasado ya dos pequeños arroyos, uno a través de un alto puente, mientras los dos asnos lo cruzaban a nado. La borriquilla que iba en libertad, tenía curiosas actitudes. Cuando el camino era recto y bien trazado, sin peligros para perderse, como entre dos montañas, corría delante o detrás de los viajeros. Cuando el camino se dividía, aguardaba y tomaba el sendero recto. Cuando debían detenerse, se paraba como lo hizo bajo el terebinto.
No sé si pasaron la noche bajo este árbol o buscaron otro hospedaje. Este viejo terebinto era un árbol sagrado, que había formado parte del bosque de Moré, cerca de Siquem. Abrahán, viniendo de Canaán, había visto aparecer allí al Señor, el cual le había prometido aquella tierra para su posteridad, y el Patriarca alzó un altar debajo del terebinto. Jacob, antes de ir a Betel para ofrecer sacrificio al Señor, había enterrado bajo el árbol los ídolos de Labán y las joyas de su familia. Josué había levantado allí el tabernáculo donde se hallaba el Arca de la Alianza, y, reunida la población, le había exigido renunciar a los ídolos. En este mismo sitio Abimelec, hijo de Gedeón, fue proclamado rey por los siquemitas.
Hoy vi a la Sagrada Familia llegar a una granja, a dos leguas al Sur del terebinto. La dueña de la finca estaba ausente y el hombre no quiso recibir a José, diciéndole que bien podía ir más lejos. Un poco más adelante vieron que la borriquilla entraba en una cabaña de pastores, y entraron ellos también. Los pastores que se hallaban allí, vaciando la cabaña, los recibieron con benevolencia: les dieron paja y haces de junco y ramas para que encendieran fuego.
Los pastores fueron después a la finca donde había sido rechazada la Sagrada Familia, e hicieron el elogio de José y de la belleza y santidad de María, ante la señora de la casa, la cual reprochó a su marido por haber rechazado a personas tan buenas. Luego vi a esta mujer ir adonde estaba María; pero no se atrevió a entrar por timidez y volvió a su casa a buscar alimentos.
La cabaña estaba en el flanco Oeste de una montaña, más o menos entre Samaria y Tebez. Al Este, más allá del Jordán, está Sucot. Ainón se encuentra un poco más al Mediodía, al otro lado del río. Salim está más cerca. Desde allí habría unas doce leguas hasta Nazaret.
La mujer volvió en compañía de dos niños a visitar a la Sagrada Familia, trayendo provisiones. Disculpóse afablemente y se mostró muy conmovida por la difícil situación de los caminantes. Después que éstos hubieron comido y descansado, presentóse el marido de aquella mujer y pidió perdón a San José por haberlo rechazado. Le aconsejó que subiera una legua más por la cima de la montaña, que allí encontraría un buen refugio antes de comenzar las fiestas del sábado, donde podría pasar el día del reposo festivo.
Se pusieron en camino y después de haber andado una legua llegaron a una posada de varios edificios, rodeados de árboles y jardines. Vi algunos arbustos que dan el bálsamo, plantados a espaldera. La posada estaba en la parte Norte de la montaña. La Virgen Santísima había desmontado y José llevaba el asno. Se acercaron a la casa y José pidió alojamiento; pero el dueño se disculpó, diciendo que estaba lleno de viajeros. Llegó en esto su mujer, y al pedirle la Virgen alojamiento con la más conmovedora humildad, aquélla sintió una profunda emoción. El dueño no pudo resistir y les arregló un refugio cómodo en el granero cercano y llevó el asno a la cuadra. La borriquilla corría libre por los alrededores. Siempre estaba lejos de ellos cuando no tenía que señalar camino.
José preparó su lámpara y se puso a orar en compañía de la Virgen Santísima, guardando la observancia del sábado con piedad conmovedora. Comieron alguna cosa y descansaron sobre esteras extendidas en el suelo. Vi a la Sagrada Familia permanecer allí todo el día. María y José oraban juntos. He visto a la mujer del dueño de la posada pasar el día al lado de María con sus tres hijos. Allegóse también aquella mujer que los había hospedado la víspera, con dos de sus hijos. Se sentaron al lado de María amigablemente, quedando muy impresionados por la modestia y la sabiduría de la Virgen, que conversó también con los niños, dándoles algunas útiles instrucciones. Los niños tenían pequeños rollos de pergamino. María les hizo leer y les habló de modo tan amable que las criaturas no apartaban la vista ni un instante de Ella. Era algo muy conmovedor ver esta atención de los niños y escuchar las enseñanzas de María.
Al caer la tarde vi a José paseando con el dueño de la posada por los alrededores, mirando los campos y los jardines y tratándose familiarmente. Así veo a las personas piadosas del país en el día festivo del sábado. Los santos viajeros quedaron en ese lugar la noche siguiente. Los buenos esposos de la posada se encariñaron sumamente con María y le pidieron que se quedara con ellos hasta el nacimiento del Niño. Le mostraron una habitación muy cómoda, y la mujer se ofreció a servirles de todo corazón y con amable insistencia; pero los viajeros reanudaron su viaje por la mañana muy temprano y descendieron por el Suroeste de la montaña, hacia un hermoso valle. Se alejaron aún más de Samaria. Mientras iban descendiendo se podía ver el templo del monte Garizim, pues se lo ve desde muy lejos. Sobre el techo hay figuras de leones o de otros animales semejantes, que brillan a los rayos del sol.
Hoy los he visto hacer unas seis leguas de camino. Al atardecer se encontraban en una llanura a una legua al Sureste de Siquem. Entraron en una casa de pastores bastante grande donde fueron recibidos bien. El dueño de casa estaba encargado de cuidar los campos y jardines, propiedad de una vecina ciudad. La casa no estaba en la llanura sino sobre una pendiente. Todo era fértil en esta comarca y en mejores condiciones que el país recorrido anteriormente; pues aquí se estaba de cara al sol, lo que en la Tierra Prometida es causa de una diferencia notable en esta época del año.
Desde este lugar hasta Belén se encuentran muchas de estas viviendas pastoriles diseminadas en los valles. Algunas hijas de pastores, que vivían en estos lugares, se casaron más tarde con servidores que habían venido con los Reyes Magos, y se quedaron en la comarca. De uno de estos matrimonios era un niño curado por Nuestro Señor, en esta misma casa, a instancias de María, el 31 de Julio de su segundo año de predicación, después de su diálogo con la Samaritana. Jesús eligió luego a este joven y a otros dos para acompañarlo durante el viaje que hizo por Arabia después de la muerte de Lázaro. Este joven fue más tarde discípulo del Señor. He visto que Jesús se detuvo aquí con frecuencia para predicar y enseñar. Ahora José bendice a algunos niños que encontró en la casa.
Hoy los he visto seguir un sendero más uniforme. La Virgen desmontaba a ratos, siguiendo a pie algunos trechos. A menudo se detenían en lugares apropiados para tomar alimento. Llevaban panecillos y una bebida que refresca y fortalece, en recipientes muy elegantes, con dos asas que parecían de bronce por el brillo. Esta bebida era el bálsamo que tomaban mezclado con agua. Recogían bayas y frutas de los árboles y arbustos en los lugares más expuestos al sol. La montura de María tenía a derecha e izquierda unos rebordes sobre los cuales apoyaba los pies: de esa manera no quedaban en el aire, como veo a la gente de nuestro país. Los movimientos de María eran siempre sosegados, singularmente modestos. Se sentaba alternativamente a derecha e izquierda.
La primera diligencia de José, cuando llegaban a un lugar, era buscar un sitio donde María pudiese sentarse y descansar cómodamente. Ambos se lavaban con frecuencia los pies. Era de noche cuando llegaron a una casa aislada. José llamó y pidió hospitalidad; pero el dueño de casa no quiso abrir. José le explicó la situación de María, diciendo que no estaba en condición de seguir su camino y agregando que no pedía hospedaje gratis. Todo fue inútil: aquel hombre duro y grosero respondió que su casa no era una posada, que lo dejaran tranquilo, que no golpeasen a la puerta. Ni siquiera abrió la puerta para hablar, sino que dio su respuesta desde el interior.
Los viajeros continuaron su camino, y al poco tiempo entraron en un cobertizo cerca del cual habían visto detenerse a la borriquilla. El refugio estaba sobre un terreno llano. José encendió luz y preparó un lecho para María, que lo ayudaba en todo esto. Metió al asno y le dio forraje. Rezaron, comieron y durmieron algunas horas. Desde la última posada hasta aquí habría unas seis leguas. Se hallaban ahora a unas veintiséis de Nazaret y a unas diez de Jerusalén. Hasta aquel camino no habían seguido el sendero principal, sino atravesando otros de comunicación que iban del Jordán a Samaria, tocando las grandes rutas que llevan de Siria a Egipto. Los atajos eran muy angostos y en las montañas se hallaban a menudo tan apretados que les era necesario tomar muchas precauciones para poder andar sin tropezar ni caerse. Los asnos avanzaban con paso muy seguro.
Antes de aclarar el día partieron y tomaron un camino que volvía a subir. Me parece que llegaron a la ruta que lleva de Gábara hasta Jerusalén, que en este lugar era el límite entre Samaria y Judea. En otra casa donde pidieron hospitalidad fueron igualmente rechazados groseramente.
A varias leguas al Nordeste de Betania, María se sintió muy fatigada y deseó descansar y tomar alimento. José se desvió una legua de camino en busca de una higuera grande que solía estar cargada de higos, en torno de la cual había asientos para descansar a su sombra. José conoció el lugar en uno de sus anteriores viajes. Al llegar a la higuera no encontró en ella ni una fruta, lo cual lo entristeció mucho. Recuerdo vagamente que Jesús halló más tarde esta higuera cubierta de hojas verdes, pero sin frutos. Creo que el Señor la maldijo en la ocasión que había salido de Jerusalén, y el árbol se secó por completo.
Más tarde se acercaron a una casa cuyo dueño trató asperamente a José, que le había pedido humildemente hospitalidad. Miró luego a la Santísima Virgen, a la luz de una linterna y se burló de José porque llevaba una mujer tan joven. En cambio la dueña de casa se acercó y se compadeció de María: le ofreció una habitación en un edificio vecino y les llevó panecillos para su alimento. El marido se arrepintió de haber sido descomedido y se mostró luego más servicial con los santos viajeros.
Más tarde llegaron a otra casa habitada por una pareja joven. Aunque fueron recibidos, no lo hicieron con cortesía y casi ni se ocuparon de ellos. Estas personas no eran pastores sencillos, sino como campesinos ricos, gente ocupada en negocios. Jesús visitó una de estas casas, después de su bautismo. La habitación donde la Sagrada Familia había pasado la noche, la habían convertido en oratorio. No recuerdo si era propiamente la casa aquélla cuyo dueño se burló de José. Recuerdo vagamente que el arreglo lo hicieron después de los milagros que sucedieron al Nacimiento de Jesús.
En las últimas etapas José se detuvo varias veces, pues María estaba cada vez más fatigada. Siguiendo el camino indicado por la borriquilla, hicieron un rodeo de un día y medio al Este de Jerusalén. El padre de José había poseído algunos pastizales en aquella comarca, y él conocía bien la región. Si hubieran seguido atravesando directamente el desierto que se halla al Mediodía, detrás de Betania, hubieran podido llegar a Belén en seis horas; pero el camino era montañoso y muy incómodo en esta estación.
Siguieron a la borriquilla a lo largo de los valles y se acercaron algo al Jordán. Hoy vi a los santos caminantes que entraban en pleno día en una casa grande de pastores. Está a tres leguas de un lugar donde Juan bautizaba más tarde en el Jordán y a siete de Belén. Es la misma casa donde Jesús, treinta años más tarde, estuvo la noche del 11 de Octubre, víspera del día en que por primera vez, después de su bautismo, pasó delante de Juan Bautista.
Junto a la casa, y un tanto apartada de ella, había una granja donde guardaban los instrumentos de labranza y los que usaban los pastores. El patio tenía una fuente rodeada de baños que recibían las aguas de aquélla mediante conductos especiales. El dueño parecía tener extensas propiedades y allí mismo tenía un tráfico considerable. He visto que iban y venían varios servidores que comían en aquella finca.
El dueño recibió a los viajeros muy amigablemente, se mostró muy servicial y los condujo a una cómoda habitación, mientras algunos servidores se ocuparon del asno. Un criado lavó en una fuente los pies de José y le dio otras ropas mientras limpiaba las suyas cubiertas de polvo. Una mujer rindió los mismos servicios a María. En esta casa tomaron alimento y durmieron.
La dueña de casa tenía un carácter bastante raro: se había encerrado en su casa y a hurtadillas observaba a María, y como era joven y vanidosa, la belleza admirable de la Virgen la había llenado de disgusto. Temía también que María se dirigiera a ella para pedirle que le permitiese quedarse hasta dar a luz a su Niño. Tuvo la descortesía de no presentarse siquiera y buscó medios para que los viajeros partieran al día siguiente. Esta es la mujer que encontró Jesús allí, treinta años más tarde, ciega y encorvada, y que sanó y curó después de hacerle advertencias sobre su poca caridad y su vanidad de un tiempo.
He visto algunos niños. La Santa Familia pasó la noche en este lugar.
Hoy al medio día vi a la Sagrada Familia abandonar la finca donde se habían alojado. Algunos de la casa los acompañaron cierta distancia. Después de unas, dos leguas de camino, llegaron al anochecer a un lugar atravesado por un gran sendero, a cuyos lados se levantaba una fila de casas con patios y jardines. José tenía allí parientes. Me parece que eran los hijos del segundo matrimonio de su padrastro o madrastra. La casa era de muy buena apariencia; sin embargo, atravesaron este lugar sin detenerse.
A media legua dieron vuelta a la derecha, en dirección de Jerusalén, y arribaron a una posada grande en cuyo patio había una fuente con cañerías de agua. Encontraron reunidas a muchas gentes que celebraban un funeral. El interior de la casa, en cuyo centro estaba el hogar con una abertura para el humo, había sido transformado en una amplia habitación, suprimiendo los tabiques movibles que separaban ordinariamente las diversas piezas. Detrás del hogar había colgaduras negras y frente a él algo así como un ataúd cubierto de paño negro. Varios hombres rezaban. Tenían largas vestimentas de color negro y encima otros vestidos blancos más cortos. Algunos llevaban una especie de manípulo negro, con flecos, colgado del brazo. En otra habitación estaban las mujeres completamente envueltas en sus vestiduras, llorando, sentadas sobre cofres muy bajos.
Los dueños de casa, ocupados en la ceremonia fúnebre, se contentaron con hacerles señas de que entrasen; pero los servidores los recibieron muy cortésmente y se ocuparon de ellos. Les prepararon un alojamiento aparte con esteras suspendidas, que le daba aspecto de carpa. Más tarde he visto a los dueños de casa visitando a la Sagrada Familia, en amigable conversación con ellos. Ya no llevaban las vestiduras blancas. José y María tomaron alimento, rezaron juntos y se entregaron al descanso.
Hoy a mediodía, María y José se pusieron en camino hacia Belén de donde se hallaban sólo a unas tres leguas. La dueña de casa insistía en que se quedaran, pareciéndole que María daría a luz de un momento a otro. María, bajándose el velo, respondió que debía esperar treinta y seis horas aún. Hasta me parece que haya dicho treinta y ocho. Aquella mujer los hubiera hospedado con gusto, no en su casa, sino en otro edificio cercano. En el momento de la partida vi que José, hablando de sus asnos con el dueño de la casa, elogiaba los animales de éste, y dijo que llevaba la borriquilla para empeñarla en caso de necesidad. Los huéspedes hablaron de lo difícil que sería para ellos encontrar alojamiento en Belén, y José dijo que tenía varios amigos allá y que estaba seguro de ser bien recibido. A mí me apenaba oírle hablar con tanta convicción de la buena acogida que le harían. Aún habló de esto mismo con María en el camino. Vemos, pues, que hasta los santos pueden estar en error.
Desde el último alojamiento, Belén distaba unas tres leguas. Dieron un rodeo hacia el Norte de la ciudad acercándose por el Occidente. Se detuvieron debajo de un árbol, fuera del camino, y María bajó del asno, ordenándose los vestidos. José se dirigió con María hacia un gran edificio rodeado de construcciones pequeñas y de patios a pocos minutos de Belén. Había allí muchos árboles. Numerosas personas habían levantado sus carpas en ese lugar. Ésta era la antigua casa paterna de la familia de David, que fue propiedad del padre de San José. Habitaban en ella parientes o gente relacionada con José; pero éstos no lo quisieron reconocer y lo trataron como a extraño. En esta casa se cobraban entonces los impuestos para el gobierno romano.
José entró acompañado de María, llevando el asno del cabestro, pues todos debían darse a conocer cuando llegaban, y allí recibían el permiso para entrar en Belén. La borriquilla no está junto a ellos: va corriendo alrededor de la ciudad, hacia el Mediodía, donde hay un vallecito. José ha entrado en el gran edificio. María se encuentra en compañía de varias mujeres en una casa pequeña que da al patio. Estas mujeres son bastante benévolas y le dan de comer, pues cocinan para los soldados de la guarnición. Son soldados romanos; tienen correas que cuelgan de la cintura. La temperatura no es fría: es agradable; el sol se muestra por encima de la montaña, entre Jerusalén y Betania. Desde este lugar se contempla un paisaje muy hermoso.
José se halla en una habitación espaciosa, que no está en el piso bajo. Le preguntan quién es y consultan grandes rollos escritos, algunos suspendidos de los muros; los despliegan y leen su genealogía, como también la de María. José parecía no saber que también María, por Joaquín, descendía en línea directa de David. El hombre pregunta dónde se halla su mujer.
Hacía unos siete años que no habían regularizado el impuesto para la gente del país, a causa de cierta confusión y desorden. Este impuesto se halla en vigor desde hace dos meses: se pagaba en los siete años precedentes, pero sin regularidad. Ahora es necesario pagarlo dos veces. José ha llegado un poco retrasado para pagarlo, pero a pesar de ello lo tratan con cortesía. Aún no ha pagado. Le preguntan cuáles son sus medios de vida; él responde que no posee bienes raíces, que vivía de su oficio y que además recibía ayuda de su suegra.
Hay en la casa gran cantidad de escribientes y empleados. Arriba están los romanos y los soldados. Veo fariseos, saduceos, sacerdotes, ancianos, cierto número de escribas y otros funcionarios romanos y judíos. No hay ningún otro comité semejante en Jerusalén; pero los hay en otros lugares del país, como Magdala, cerca del lago de Genesaret, donde acuden a pagar las gentes de Galilea y de Sidón, según creo. Sólo aquéllos que no tienen bienes raíces, sobre los cuales recae el impuesto correspondiente, tienen que presentarse en el lugar de su nacimiento. Este impuesto será dividido dentro de tres meses en tres partes, cada uno con destino diferente. Una parte es para el emperador Augusto, para Herodes y para otro príncipe que habita cerca de Egipto. Habiendo participado en una guerra y teniendo derechos sobre una parte del país, es preciso darle algo. La segunda parte está destinada a la construcción del Templo: me parece que debe servir para abonar una deuda contraída. La tercera debiera ser para las viudas y los pobres, que desde tiempo no reciben nada; pero como casi siempre sucede, aún en nuestra época, este dinero no llega casi nunca adonde debe llegar. Se dan estos buenos motivos para exigir el impuesto, pero casi todo queda en manos de los poderosos.
Cuando estuvo arreglado lo de José, hicieron venir a María ante los escribas, pero no pidieron papeles. Dijeron a José que no era necesario haber traído a su mujer consigo. Añadieron algunas bromas a causa de la juventud de María, dejando al pobre José lleno de confusión.
Entraron en Belén por entre escombros, como si hubiese sido una puerta derruida. Las casas aparecen muy separadas unas de otras. María se quedó tranquila, junto al asno, al comienzo de una calle, mientras José buscaba inútilmente alojamiento entre las primeras casas. Había muchos extranjeros y se veían numerosas personas yendo de un lado a otro. José volvió junto a María, diciéndole que no era posible encontrar alojamiento; que debían penetrar más adentro de la ciudad. Caminaban llevando José al asno del cabestro y María iba a su lado.
Cuando llegaron a la entrada de otra calle, María permaneció junto al asno, mientras José iba de casa en casa; pero no encontró ninguna donde quisieran recibirlos. Volvió lleno de tristeza al lado de María. Esto se repitió varias veces y así tuvo María que esperar largo rato. En todas partes decían que el sitio estaba ya tomado y habiéndolo rechazado en todas partes, José dijo a María que era necesario ir a otro lado en donde, sin duda, encontrarían lugar.
Retomaron la dirección contraria a la que habían tomado al entrar y se dirigieron hacia el Mediodía. Siguieron una calleja que más parecía un camino entre la campiña, pues las casas estaban aisladas, sobre pequeñas colinas. Las tentativas fueron también allí infructuosas.
Llegados al otro lado de Belén, donde las casas se hallaban aún más dispersas, encontraron un gran espacio vacío, como un campo desierto en el poblado. En él había una especie de cobertizo y a poca distancia un árbol grande, parecido al tilo, de tronco liso, con ramas extendidas, formando techumbre alrededor. José condujo a María bajo este árbol y le arregló un asiento con los bultos al pie, para que pudiera descansar, mientras él volvía en busca de mejor asilo en las casas vecinas. El asno quedó allí con la cabeza pegada al árbol.
María, al principio, permanecía de pie, apoyada al tronco del árbol. Su vestido de lana blanca, sin cinturón, caíale en pliegues alrededor. Tenía la cabeza cubierta por un velo blanco. Las personas que pasaban por allí la miraban, sin saber que su Salvador, su Mesías, estaba tan cerca de ellos. ¡Qué paciente, qué humilde y qué resignada estaba María! Tuvo que esperar mucho tiempo. Por fin sentóse sobre las colchas, poniéndose las manos juntas en el pecho, con la cabeza baja.
José regresó lleno de tristeza, pues no había podido encontrar posada ni refugio. Los amigos de quienes había hablado a María apenas si lo reconocían. José lloró y María lo consoló con dulces palabras. Fue una vez más, de casa en casa, representando el estado de su mujer, para hacer más eficaz la petición; pero era rechazado precisamente también a causa de eso mismo.
El paraje era solitario. No obstante, algunas personas se habían detenido mirándola de lejos con curiosidad, como sucede cuando se ve a alguien que permanece mucho tiempo en el mismo sitio a la caída de la tarde. Creo que algunos dirigieron la palabra a María, preguntándole quién era.
Al fin volvió José, tan conturbado, que apenas se atrevía a acercarse a María. Le dijo que había buscado inútilmente; pero que conocía un lugar, fuera de la ciudad, donde los pastores solían reunirse cuando iban a Belén con sus rebaños: que allí podrían encontrar siquiera un abrigo. José conocía aquel lugar desde su juventud. Cuando sus hermanos lo molestaban, se retiraba con frecuencia allí para rezar fuera del alcance de sus perseguidores. Decía José que si los pastores volvían, se arreglaría fácilmente con ellos; que venían raramente en esa época del año. Añadió que cuando Ella estuviera tranquila en aquel lugar, él volvería a salir en busca de alojamiento más apropiado.
Salieron, pues, de Belén por el Este siguiendo un sendero desierto que torcía a la izquierda. Era un camino semejante al que anduvieran a lo largo de los muros desmoronados de los fosos de las fortificaciones derruidas de una pequeña ciudad: se subía un tanto al principio, luego descendía por la ladera de un montecillo y los condujo en algunos minutos al Este de Belén, delante del sitio que buscaban, cerca de una colina o antigua muralla que tenía delante algunos árboles: terebintos o cedros de hojas verdes; otros tenían hojas pequeñas como las del boj.
En la extremidad Sur de la colina, alrededor de la cual torcía el camino que lleva al valle de los pastores, estaba la gruta en la cual José buscó refugio para María. Había allí otras grutas abiertas en la misma roca. La entrada estaba al Oeste y un estrecho pasadizo conducía a una habitación redondeada por un lado, triangular por otro, en la parte Este de la colina.
La gruta era natural; pero por el lado del Mediodía, frente al camino que llevaba al valle de los pastores, se habían hecho algunos arreglos consistentes en trabajos toscos de mampostería. Por el lado que miraba al Mediodía había otra entrada que, generalmente estaba tapiada. José volvió a abrirla para mayor comodidad.
Saliendo por allí hacia la izquierda, había otra abertura más amplia, que llevaba a una cueva estrecha e incómoda a mayor profundidad, que terminaba debajo de la gruta del pesebre.
La entrada común a la gruta del pesebre miraba hacia el Oeste. Desde el lugar se podían ver los techos de algunas casitas de Belén. Saliendo de allí y torciendo a la derecha, se llegaba a una gruta más profunda y oscura, en la cual hubo de ocultarse María alguna vez.
Delante de la entrada, al Oeste, había un techito de juncos apoyado sobre estacas, que se extendía al Mediodía y cubría la entrada de ese lado, de modo que se podía estar a la sombra delante de la gruta. En la parte Meridional tenía la gruta tres aberturas, con rejas por arriba, por donde entraba aire y luz. Una abertura semejante había en la bóveda de la misma roca: estaba cubierta de césped y era la extremidad de la altura sobre la cual estaba edificada la ciudad de Belén.
Pasando del corredor, que era más alto, a la gruta, formada por la misma naturaleza, había que descender más. El suelo en torno de la gruta se alzaba, de modo que la gruta misma estaba rodeada de un banco de piedra de variable anchura. Las paredes de la gruta, aunque no completamente lisas, eran bastantes uniformes y limpias, hasta agradables a la vista.
Al Norte del corredor había una entrada a otra gruta lateral más pequeña. Pasando delante de esta entrada, se hallaba el sitio donde José solía encender fuego; luego la pared daba vuelta al Nordeste en la otra gruta, más amplia, situada a mayor altura. Allí he visto más tarde el asno de José. Detrás de este sitio había un rincón bastante grande, donde cabía el asno con suficiente forraje.
En la parte Este de esta gruta, frente a la entrada, fue donde se encontraba la Virgen Santísima cuando nació de Ella la Luz del mundo. En la parte que se extiende al Mediodía estaba colocado el pesebre donde fue adorado el Niño Jesús. El pesebre no era sino una gamella excavada en la piedra misma, destinada a dar de beber a los animales. Encima tenía un comedero, con ancha abertura, hecho de enrejado de maderas y alzado sobre cuatro patas, de modo que los animales podían alcanzar cómodamente el heno o el pasto colocado allí. Para beber no tenían más que agachar la cabeza al bebedero de piedra que estaba debajo.
Delante del pesebre, hacia el Este de esta parte de la gruta, estaba sentada la Virgen con el Niño Jesús cuando vinieron los tres Reyes a ofrecerle sus dones. Saliendo del pesebre y dando vuelta al Oeste en el corredor delante de la gruta, se pasaba por frente a la entrada Meridional antedicha y se llegaba a un sitio donde hizo José más tarde su habitación, separándola del resto mediante tabiques de zarzos. En ese lado había una cavidad donde él depositaba varios objetos.
Afuera, en la parte Meridional de la gruta, pasaba el camino que conducía al valle de los pastores. Diseminadas por las colinas, veíanse casitas y en el llano, cobertizos con techos de cañas, sostenidos por estacas. Delante de la gruta la colina bajaba a un valle sin salida, cerrado por el Norte, ancho de más o menos medio cuarto de legua. Había allí zarzales, árboles y jardines. Atravesando una hermosa pradera, donde había una fuente y pasando bajo los árboles alineados con simetría, se llegaba al Este del valle, en el cual se encontraba una colina prominente y en ella la gruta de la tumba de Maraha, la nodriza de Abrahán. Se llama también la Gruta de la leche. La Virgen Santísima se refugió allí con el Niño Jesús repetidas veces. Sobre esta gruta había un gran árbol, alrededor del cual veíanse algunos asientos. Desde aquí se podía contemplar Belén mejor que desde la entrada de la gruta del pesebre.
He sabido muchas cosas de la gruta del pesebre, sucedidas en los antiguos tiempos. Recuerdo, entre otras, que Set, el niño de la promesa, fue concebido y dado a luz en esta gruta por Eva, después de un período de penitencia de siete años. Fue allí donde un ángel le dijo a Eva que Dios le daba a Set en lugar de Abel. Aquí en la gruta de Maraha, fue escondido y alimentado Set, pues sus
hermanos querían quitarle la vida, como los hijos de Jacob lo intentaron con José.
En una época muy lejana, donde he visto que los hombres vivían en grutas, pude verlos a menudo haciendo excavaciones en la piedra para poder habitar y dormir cómodamente en ellas con sus hijos, sobre pieles de animales o sobre colchones de hierbas. La excavación hecha debajo de la gruta del pesebre, puede haber servido de lecho a Set y a los habitantes posteriores. No tengo ya certeza de estas cosas.
Recuerdo también haber visto en mis visiones sobre la predicación de Jesús, que el 6 de Octubre el Señor, después de su bautismo, celebró la festividad del sábado en la gruta del pesebre, que los pastores habían transformado en oratorio.
Abrahán tenía una nodriza llamada Maraha, muy honrada por él y que llegó a edad muy avanzada. Esta nodriza seguía a Abrahán en todas partes montada en un camello y vivó a su lado, en Sucot, mucho tiempo. En sus últimos tiempos lo siguió también al valle de los pastores, donde Abrahán había alzado sus carpas en los alrededores de la gruta. Habiendo pasado los cien años y viendo llegar su última hora pidió a Abrahán que la enterrara en esa gruta, acerca de la cual hizo algunas predicciones y a la que llamó Gruta de la leche o Gruta de la nodriza. Aconteció en ella un hecho milagroso, que he olvidado, y brotó allí una fuente del suelo. La gruta era entonces un corredor estrecho y alto, abierto en una piedra blanca, no muy dura. De un lado había una capa de esta materia que no alcanzaba hasta la bóveda. Trepando sobre esta capa de materia se podía llegar hasta la entrada de otra gruta más alta. La gruta fue ensanchada más tarde, puesto que Abrahán hizo excavar su parte lateral para la tumba de Maraha. Sobre un gran bloque de piedra había una especie de gamella, también de piedra, sostenida por patas cortas y gruesas. Quedé muy asombrada al no ver nada de esto en tiempos de Jesucristo.
Esta gruta de la tumba de la nodriza tenía una relación profética con la Madre del Salvador, al alimentar allí oculto a su Hijo, al cual perseguían; pues en la historia de la juventud de Abrahán se halla también una persecución figurativa de ésta, y su nodriza le salvó la vida ocultándolo en la gruta. Esta gruta era desde tiempos de Abrahán lugar de devoción, sobre todo para las madres y nodrizas: en esto había algo de profético, pues en la nodriza de Abrahán se veneraba, de modo figurado, a la Santísima Virgen; lo mismo como Elías la había visto en aquella nube que traía la lluvia y le había dedicado un oratorio en el monte Carmelo.
Maraha había cooperado en cierta manera al advenimiento del Mesías, habiendo alimentado con su leche a un antepasado de María. No puedo expresar esto bien; pero todo era como un pozo profundo que iba hasta la fuente de la vida universal y del que siempre se sirvieron, hasta que María surgió como única fuente de agua limpia e inmaculada.
El árbol que extendía su sombra sobre la gruta, desde lejos parecía un gran tilo; era ancho por abajo y terminaba en punta: era un terebinto. Abrahán se encontró con Melquisedec debajo de este árbol, no recuerdo ahora en qué ocasión. Este coposo árbol tenía algo de sagrado para los pastores y las gentes de los alrededores: les gustaba descansar bajo su sombra y orar. No recuerdo bien su historia, pero creo que el mismo Abrahán lo plantó. Junto a él había una fuente donde los pastores iban por agua en ciertas ocasiones y le atribuían virtudes singulares. A ambos lados del árbol habían levantado cabañas abiertas para descansar y todo esto estaba rodeado de un cerco protector. Más tarde he visto que Santa Elena hizo construir allí una iglesia, donde se celebró la santa Misa.
Era bastante tarde cuando José y María llegaron hasta la boca de la gruta. La borriquilla, que desde la entrada de la Sagrada Familia en la casa paterna de José había desaparecido corriendo en torno de la ciudad, corrió entonces a su encuentro y se puso a brincar alegremente cerca de ellos. Viendo esto la Virgen, dijo a José:
"¿Ves? seguramente es la voluntad de Dios que entremos aquí".
José condujo el asno bajo el alero, delante de la gruta; preparó un asiento para María, la cual se sentó mientras él hacía un poco de luz y penetraba en la gruta. La entrada estaba un tanto obstruida por atados de paja y esteras apoyadas contra las paredes. También dentro de la gruta había diversos objetos que dificultaban el paso. José la despejó, preparando un sitio cómodo para María, por el lado del Oriente. Colgó de la pared una lámpara encendida e hizo entrar a María, la cual se acostó sobre el lecho que José le había preparado con colchas y envoltorios.
José le pidió humildemente perdón por no haber podido encontrar algo mejor que este refugio tan impropio; pero María, en su interior, se sentía feliz, llena de santa alegría. Cuando estuvo instalada María, José salió con una bota de cuero y fue detrás de la colina, a la pradera, donde corría una fuente y llenándola de agua volvió a la gruta. Más tarde fue a la ciudad, donde consiguió pequeños recipientes y un poco de carbón. Como se aproximaba la fiesta del sábado y eran numerosos los forasteros que habían entrado en la ciudad, se instalaron mesas en las esquinas de algunas calles con los alimentos más indispensables para la venta. Creo que había personas que no eran judías. José volvió trayendo carbones encendidos en una caja enrejada; los puso a la entrada de la gruta y encendió fuego con un manojito de astillas; preparó la comida, que consistió en panecillos y frutas cocidas.
Después de haber comido y rezado, José preparó un lecho para María Santísima. Sobre una capa de juncos tendió una colcha semejante a las que yo había visto en la casa de Ana y puso otra arrollada por cabecera. Luego metió al asno y lo ató en un sitio donde no podía incomodar; tapó las aberturas de la bóveda por donde entraba aire y dispuso en la entrada un lugarcito para su propio descanso.
Cuando empezó el sábado, José se acercó a María, bajo la lámpara, y recitó con ella las oraciones correspondientes; después salió a la ciudad. María se envolvió en sus ropas para el descanso. Durante la ausencia de José la vi rezando de rodillas. Luego se tendió a dormir, echándose de lado. Su cabeza descansaba sobre un brazo, encima de la almohada. José regresó tarde. Rezó una vez más y se tendió humildemente en su lecho a la entrada de la gruta.
María pasó la fiesta del sábado rezando en la gruta, meditando con gran concentración. José salió varias veces: probablemente fue a la sinagoga de Belén. Los vi comiendo alimentos preparados días antes y rezando juntos. Por la tarde, cuando los judíos suelen hacer su paseo del sábado, José condujo a María a la gruta de Maraha, nodriza de Abrahán. Allí se quedó algún tiempo. Esta gruta era más espaciosa que la del pesebre y José dispuso allí otro asiento. También estuvo bajo el árbol cercano, orando y meditando, hasta que terminó el sábado.
José la volvió a llevar, porque María le dijo que el nacimiento tendría lugar aquel mismo día a medianoche, cuando se cumplían los nueve meses transcurridos desde la salutación del ángel del Señor. María le había pedido que lo tuviera dispuesto todo, de modo que pudiesen honrar en la mejor forma posible la entrada al mundo del Niño prometido por Dios y concebido en forma sobrenatural. Pidió también a José que rezara con ella por las gentes que, a causa de la dureza de sus corazones, no habían querido darles hospitalidad. José le ofreció traer de Belén a dos piadosas mujeres, que conocía; pero María le dijo que no tenía necesidad del socorro de nadie.
En cuanto se puso el sol, antes de terminar el sábado, José volvió a Belén, donde compró los objetos más necesarios: una escudilla, una mesita baja, frutas secas y pasas de uva, volviendo con todo esto a la gruta. Fue a la gruta de Maraha y llevó a María a la gruta del pesebre, donde María se sentó sobre sus colchas, mientras José preparaba la comida. Comieron y rezaron juntos.
Hizo José una separación entre el lugar para dormir y el resto de la gruta, ayudándose de unas pértigas de las cuales suspendió algunas esteras que se encontraban allí. Dio de comer al asno que estaba a la izquierda de la entrada, atado a la pared. Llenó el comedero del pesebre de cañas y de pasto y musgo y por encima tendió una colcha. Cuando la Virgen le indicó que se acercaba la hora, instándole a ponerse en oración, José colgó del techo varias lámparas encendidas y salió de la gruta, porque había escuchado un ruido a la entrada. Encontró a la pollina que hasta entonces había estado vagando en libertad por el valle de los pastores y volvía ahora, saltando y brincando, llena de alegría, alrededor de José. Este la ató bajo el alero, delante de la gruta y le dio su forraje.
Cuando volvió a la gruta, antes de entrar, vio a la Virgen rezando de rodillas sobre su lecho, vuelta de espaldas y mirando al Oriente. Le pareció que toda la gruta estaba en llamas y que María estaba rodeada de luz sobrenatural. José miró todo esto como Moisés la zarza ardiendo. Luego, lleno de santo temor, entró en su celda y se prosternó hasta el suelo en oración.
He visto que la luz que envolvía a la Virgen se hacía cada vez más deslumbrante, de modo que la luz de las lámparas encendidas por José no eran ya visibles. María, con su amplio vestido desceñido, estaba arrodillada en su lecho, con la cara vuelta hacia el Oriente. Llegada la medianoche la vi arrebatada en éxtasis, suspendida en el aire, a cierta altura de la tierra. Tenía las manos cruzadas sobre el pecho. El resplandor en torno de ella crecía por momentos. Toda la naturaleza parecía sentir una emoción de júbilo, hasta los seres inanimados. La roca de que estaban formados el suelo y el atrio, parecía palpitar bajo la luz intensa que los envolvía. Luego ya no vi más la bóveda.
Una estela luminosa, que aumentaba sin cesar en claridad, iba desde María hasta lo más alto de los cielos. Allá arriba había un movimiento maravilloso de glorias celestiales, que se acercaban a la tierra y aparecieron con toda claridad seis coros de ángeles celestiales. La Virgen Santísima, levantada de la tierra en medio del éxtasis, oraba y bajaba la mirada sobre su Dios, de quien se había convertido en Madre. El Verbo Eterno, débil Niño, estaba acostado en el suelo delante de María.
Vi a nuestro Señor bajo la forma de un pequeño Niño todo luminoso, cuyo brillo eclipsaba el resplandor circundante, acostado sobre una alfombrita ante las rodillas de María. Me parecía muy pequeñito y que iba creciendo ante mi mirada; pero todo esto era la irradiación de una luz tan potente y deslumbradora que no puedo explicar cómo pude mirarla. La Virgen permaneció algún tiempo en éxtasis; luego cubrió al Niño con un paño, sin tocarlo y sin tomarlo aún en sus brazos.
Poco tiempo después vi al Niño que se movía y lo oí llorar. En ese momento fue cuando María pareció volver en sí misma y, tomando al Niño, lo envolvió en el paño con que lo había cubierto y lo tuvo en sus brazos, estrechándolo contra su pecho.
Se sentó, ocultándose toda Ella con el Niño bajo su amplio velo y creo que le dio el pecho. Vi entonces en torno a los ángeles, en forma humana, hincándose delante del Niño recién nacido, para adorarlo. Cuando habría transcurrido una hora desde el nacimiento del Niño Jesús, María llamó a José, que estaba aún orando con el rostro pegado a la tierra. Se acercó, prosternándose, lleno de júbilo, de humildad y de fervor. Sólo cuando María le pidió que apretara contra su corazón el Don Sagrado del Altísimo, se
levantó José, recibió al Niño entre sus brazos y derramando lágrimas de pura alegría, dio gracias a Dios por el Don recibido del cielo.
María fajó al Niño: tenía sólo cuatro pañales. Más tarde vi a María y a José sentados en el suelo, uno junto al otro: no hablaban, parecían absortos en muda contemplación. Ante María, fajado como un niño común, estaba recostado Jesús recién nacido, bello y brillante como un relámpago. "¡Ah, -decía yo- este lugar encierra la salvación del mundo entero y nadie lo sospecha!"
He visto que pusieron al Niño en el pesebre, arreglado por José con pajas, lindas plantas y una colcha encima. El pesebre estaba sobre la gamella cavada en la roca, a la derecha de la entrada de la gruta, que se ensanchaba allí hacia el Mediodía. Cuando hubieron colocado al Niño en el pesebre, permanecieron los dos a ambos lados, derramando lágrimas de alegría y entonando cánticos de alabanza. José llevó el asiento y el lecho de reposo de María junto al pesebre. Yo veía a la Virgen, antes y después del nacimiento de Jesús, arropada en un vestido blanco, que la envolvía por entero. Pude verla allí durante los primeros días sentada, arrodillada, de pie, recostada o durmiendo; pero nunca la vi enferma ni fatigada.
He visto en muchos lugares, hasta en los más lejanos, una insólita alegría, un extraordinario movimiento en esta noche. He visto los corazones de muchos hombres de buena voluntad reanimados por un ansia, plena de alegría y, en cambio, los corazones de los perversos llenos de temores. Hasta en los animales he visto manifestarse alegría en sus movimientos y brincos. Las flores levantaban sus corolas, las plantas y los árboles tomaban nuevo vigor y verdor y esparcían sus fragancias y perfumes.
He visto brotar fuentes de agua de la tierra. En el momento mismo del Nacimiento de Jesús, brotó una fuente abundante en la gruta de la colina del Norte. Cuando al día siguiente lo notó José, le preparó en seguida un desagüe. El cielo tenía un color rojo oscuro sobre Belén, mientras se veía un vapor tenue y brillante sobre la gruta del pesebre, el valle de la gruta de Maraña y el valle de los pastores.
A legua y media más o menos de la gruta de Belén, en el valle de los pastores, había una colina donde empezaba una serie de viñedos que se extendía hasta Gaza. En las faldas de la colina estaban las chozas de tres pastores, jefes de las familias de los demás pastores de las inmediaciones. A distancia doble de la gruta del pesebre se encontraba lo que llamaban la torre de los pastores. Era un gran andamiaje piramidal, hecho de madera, que tenía por base enormes bloques de la misma roca: estaba rodeado de árboles verdes y se alzaba sobre una colina aislada en medio de una llanura. Estaba rodeado de escaleras; tenía galerías y torrecillas, todo cubierto de esteras. Guardaba cierto parecido con las torres de madera que he visto en el país de los Reyes Magos, desde donde observaban las estrellas. Desde lejos producía la impresión de un gran barco con muchos mástiles y velas.
Desde esta torre se gozaba de una espléndida vista de toda la comarca. Se veía Jerusalén y la montaña de la tentación en el desierto de Jericó. Los pastores tenían allí a los hombres que vigilaban la marcha de los rebaños y avisaban a los demás tocando cuernos de caza, si acaso había alguna incursión de ladrones o gente de guerra. Las familias de los pastores habitaban esos lugares en un radio de unas dos leguas. Tenían granjas aisladas, con jardines y praderas. Se reunían junto a la torre, donde guardaban los utensilios que tenían en común. A lo largo de la colina de la torre, estaban las cabañas, y algo apartado de éstas había un gran cobertizo con divisiones donde habitaban las mujeres de los pastores guardianes: allí preparaban la comida.
He visto que en esta noche parte de los rebaños estaban cerca de la torre, parte en el campo y el resto bajo un cobertizo cerca de la colina de los pastores. Al nacimiento de Jesucristo vi a estos tres pastores muy impresionados ante el aspecto de aquella noche tan maravillosa; por eso se quedaron alrededor de sus cabañas mirando a todos lados. Entonces vieron maravillados la luz extraordinaria sobre la gruta del pesebre. He visto que se pusieron en agitado movimiento los pastores que estaban junto a la torre, los cuales subieron a su mirador dirigiendo la vista hacia la gruta.
Mientras los tres pastores estaban mirando hacia aquel lado del cielo, he visto descender sobre ellos una nube luminosa, dentro de la cual noté un movimiento a medida que se acercaba. Primero vi que se dibujaban formas vagas, luego rostros, finalmente oí cánticos muy armoniosos, muy alegres, cada vez más claros. Como al principio se asustaran los pastores, apareció un ángel ante ellos, que les dijo:
"No temáis, pues vengo a anunciaros una gran alegría para todo el pueblo de Israel. Os ha nacido hoy, en la ciudad de David, un Salvador, que es Cristo, el Señor. Por señal os doy ésta: encontraréis al Niño envuelto en pañales, echado en un pesebre".
Mientras el ángel decía estas palabras, el resplandor se hacía cada vez más intenso a su alrededor. Vi a cinco o siete grandes figuras de ángeles muy bellos y luminosos. Llevaban en las manos una especie de banderola larga, donde se veían letras del tamaño de un palmo y oí que alababan a Dios cantando:
"Gloria a Dios en las alturas y paz en la tierra para los hombres de buena voluntad".
Más tarde tuvieron la misma aparición los pastores que estaban junto a la torre. Unos ángeles también aparecieron a otro grupo de pastores, cerca de una fuente, al Este de la torre, a unas tres leguas de Belén. No he visto que los pastores fueran enseguida a la gruta del pesebre, porque unos se encontraban a legua y media de distancia y otros a tres; los he visto, en cambio, consultándose unos a otros acerca de lo que llevarían al recién nacido y preparando los regalos con toda premura. Llegaron a la gruta del pesebre al rayar el alba.
Esta noche vi en el Templo a Noemí, la maestra de María, a la profetisa Ana y al anciano Simeón. Vi en Nazaret a Ana y en Juta a Santa Isabel. Todos tenían visiones y revelaciones del Nacimiento del Salvador. He visto al pequeño Juan Bautista, cerca de su madre, manifestando una alegría muy grande. Vieron y reconocieron a María en medio de aquellas visiones, aunque no sabían donde había tenido lugar el acontecimiento. Isabel tampoco lo sabía. Sólo Ana sabía que tenía lugar en Belén.
Esta noche vi en el Templo un acontecimiento admirable y extraño: todos los rollos de escrituras de los saduceos saltaban fuera de los armarios donde estaban encerrados, dispersándose. Este suceso causó mucho espanto en todos, pero los saduceos lo atribuyeron a efectos de brujería y repartieron dinero a los que lo sabían para que mantuvieran el secreto.
He visto muchas cosas en Roma esta noche. Cuando Jesús nació, vi un barrio de la ciudad, donde vivían muchos judíos: allí brotó una fuente de aceite que causó maravilla a todos los que la vieron. Una estatua magnífica de Júpiter cayó de su pedestal en añicos, porque se desplomó la bóveda del templo. Los paganos se llenaron de terror, hicieron sacrificios y preguntaron a otro ídolo, el de Venus, creo, qué significaba aquello. El demonio respondió, por medio de la estatua: "Esto ha sucedido porque una Virgen ha concebido un Hijo sin dejar de ser virgen; y este Niño acaba de nacer". Este ídolo habló también desde la fuente de aceite. En el sitio donde brotó la fuente se alzó una iglesia dedicada a la Virgen María, Madre de Dios. Los sacerdotes paganos estaban consternados y hacían averiguaciones.
Setenta años antes de estos hechos vivía en Roma una buena y piadosa mujer. No recuerdo ahora si era judía. Se llamaba algo así como Serena o Cyrena y poseía algunos bienes de fortuna. Por ese tiempo se había recubierto de oro y piedras preciosas el ídolo de Júpiter y se le ofrecían sacrificios solemnes. La mujer tuvo visiones y a consecuencia de ellas hizo varias profecías, diciendo públicamente a los paganos que no debían rendir honores al ídolo de Júpiter ni hacerle sacrificios, pues vendría un día en que lo verían caer hecho pedazos. Los sacerdotes la hicieron comparecer y le preguntaron cuándo habían de suceder estas cosas. Como no pudo determinar el tiempo, fue encerrada en prisión y maltratada, hasta que Dios le hizo conocer que ello sucedería cuando una Virgen purísima diera a luz un Niño. Cuando dio esta respuesta, se burlaron de ella y la dejaron en libertad, reputándola por loca. Sólo cuando se derrumbó el templo, haciendo pedazos al ídolo, reconocieron que había dicho la verdad, maravillándose de la época fijada y del acontecimiento, aunque no sabían que la Santísima Virgen había sido la Madre, e ignorando el Nacimiento del Salvador.
He visto que los magistrados de Roma se informaron de estos hechos, como de la fuente que había brotado. Uno de ellos fue un tal Léntulo, abuelo de Moisés, sacerdote y mártir y de aquel otro Léntulo, que fue amigo de San Pedro en Roma. Relacionado con el emperador Augusto he visto algo que ahora no recuerdo bien. Vi al emperador con otras personas sobre una colina de Roma, en uno de cuyos lados se encontraba el Templo, cuya techumbre se había derrumbado. Por unas gradas se llegaba hasta la cumbre de la colina donde había una puerta dorada. Era un lugar donde se ventilaban asuntos de interés.
Cuando el emperador bajó de la colina, vio a la derecha, encima de ella, una aparición en el cielo. Era una Virgen sobre un arco iris, con un Niño en el aire, que parecía salir de Ella. Creo que, el emperador fue el único que vio esta aparición. Para conocer su significado hizo consultar a un oráculo que había enmudecido, el cual en esa ocasión habló de un Niño recién nacido, a quien todos debían adorar y rendir homenaje. El emperador hizo erigir un altar en el sitio de la colina donde había visto la aparición, y después de haber ofrecido sacrificios, lo dedicó al Primogénito de Dios. He olvidado otros detalles de este hecho.
He visto en Egipto un hecho que anunció el Nacimiento de Jesucristo. Mucho más allá de Matarea, de Heliópolis y de Menfis había un gran ídolo que pronunciaba habitualmente toda clase de oráculos y que de pronto enmudeció. El Faraón mandó hacer sacrificios en todo el país a fin de saber por qué causa había callado. El ídolo fue obligado por Dios a responder que guardaba silencio y debía desaparecer, porque había nacido el Hijo de la Virgen y que en aquel mismo sitio se levantaría un templo en honor de la Virgen. El Faraón hizo levantar un templo allí mismo cerca del que había antes en honor del ídolo. No recuerdo todo lo sucedido; sólo sé que el ídolo fue retirado y que se levantó un templo a la anunciada Virgen y a su Niño, siendo honrados a la manera de ellos.
Al tiempo del Nacimiento de Jesucristo, vi una maravillosa aparición que se presentó a los Reyes Magos en su país. Estos Magos eran observadores de los astros y tenían sobre una montaña una torre en forma de pirámide, donde siempre se encontraba uno de ellos con los sacerdotes observando el curso de los astros y las estrellas. Escribían sus observaciones y se las comunicaban unos a otros. Esta noche creo haber visto a dos de los Reyes Magos sobre la torre piramidal. El tercero, que habitaba al Este del Mar Caspio, no estaba allí. Observaban una determinada constelación en la cual veían de cuando en cuando variantes, con diversas apariciones. Esta noche vi la imagen que se les presentaba. No la vieron en una estrella, sino en una figura compuesta de varias de ellas, entre las cuales parecía efectuarse un movimiento.
Vieron un hermoso arco iris sobre la media luna y sobre el arco iris sentada a la Virgen. Tenía la rodilla izquierda ligeramente levantada y la pierna derecha más alargada, descansando el pie sobre la media luna. A la izquierda de la Virgen, encima del arco iris, apareció una cepa de vid y a la derecha, un haz de espigas de trigo. Delante de la Virgen vi elevarse como un cáliz semejante al de la Última Cena. Del cáliz vi salir al Niño y por encima de Él, un disco luminoso parecido a una custodia vacía, de la que partían rayos semejantes a espigas. Por eso pensé en el Santísimo Sacramento. Del costado derecho del Niño salió una rama, en cuya extremidad apareció, a semejanza de una flor, una iglesia octogonal con una gran puerta dorada y dos pequeñas laterales. La Virgen hizo entrar al cáliz, al Niño y a la Hostia en la Iglesia, cuyo interior pude ver, y que en aquel momento me pareció muy grande. En el fondo había una manifestación de la Santísima Trinidad. La iglesia se transformó luego en una ciudad brillante, que me pareció la Jerusalén celestial.
En este cuadro vi muchas cosas que se sucedían y parecían nacer unas de otras, mientras yo miraba el interior de la iglesia. Ya no puedo recordar en qué forma se fueron sucediendo. Tampoco recuerdo de qué manera supieron los Reyes Magos que Jesús había nacido en Judea. El tercero de los Reyes, que vivía muy distante, vio la aparición al mismo tiempo que los otros. Los días que precedieron al Nacimiento de Jesús, los veía sobre su observatorio donde tuvieron varias visiones. Los Reyes sintieron una alegría muy grande, juntaron sus dones y regalos y se dispusieron para el viaje. Se encontraron al cabo de varios días de camino.
Quinientos años antes del nacimiento del Mesías, los antepasados de los tres Reyes Magos eran poderosos y tenían más riquezas que sus descendientes, ya que sus posesiones eran extensas y su herencia menos dividida. Vivían entonces en tiendas de campaña, con excepción del antepasado del rey que vivía al Este del Mar Caspio, cuya ciudad veo en este momento. Esta ciudad tiene construcciones subterráneas de piedra, en lo alto de las cuales se alzan pabellones, pues se halla cerca del mar, que se desborda con frecuencia. Veo allí montañas muy altas y dos mares, uno a mi derecha y otro a mi izquierda.
Aquellos jefes de raza eran, según sus tradiciones, observadores y adoradores de los astros y existía en el país un culto abominable que consistía en sacrificar a los viejos, a los hombres deformes y a veces también a los niños. Lo más horrible era que estos niños eran vestidos de blanco y luego arrojados en calderas donde morían hervidos. Toda esta abominación fue abolida. A estos ciegos paganos Dios les anunció con mucha anticipación el Nacimiento del Salvador.
Aquellos príncipes tenían tres hijas versadas en el conocimiento de los astros. Las tres recibieron el espíritu de profecía y supieron, por medio de una visión, que una estrella saldría de Jacob y que una Virgen daría a luz al Salvador del mundo. Vestidas de largos mantos recorrían el país predicando la reforma de las costumbres y anunciando que los enviados del Salvador vendrían un día al país trayendo el culto del Dios verdadero. Predecían muchas cosas más relativas a nuestra época y a épocas más lejanas aún.
A raíz de estas predicciones, los padres de estas jóvenes elevaron un templo a la futura Madre de Dios hacia el Mediodía del mar, en el mismo sitio de los límites de sus países y allí ofrecieron sacrificios. La predicción de las tres vírgenes se refería especialmente a una constelación y a diversos cambios que habrían de producirse.
Desde entonces empezaron a observar aquella constelación desde lo alto de una colina cercana al templo de la futura Madre de Dios, y de acuerdo con esas observaciones, cambiaban algunas cosas en los templos, en el culto religioso y en los ornamentos. Así he visto que el pabellón del templo era unas veces azul, otras rojo, otras amarillo y demás colores. Me impresionó que pasaran su día de fiesta al sábado, mientras antes celebraban el viernes. Todavía recuerdo el nombre que daban a este día: Tanna o Tanneda.
Jesucristo nació antes de cumplirse el año 3.997 del mundo. Más tarde fueron olvidados los cuatro años, menos algo, transcurridos desde su nacimiento hasta el fin del 4.000. Después se hizo comenzar nuestra era cuatro años más tarde.
Uno de los cónsules de Roma, llamado Léntulo, fue antepasado del sacerdote y mártir Moisés, del cual tengo una reliquia. Había vivido en tiempos de San Cipriano. De él desciende aquel otro Léntulo que fue amigo de San Pedro en Roma.
Herodes reinó cuarenta años. Durante siete años no fue independiente; pero ya desde aquel tiempo oprimía al país y cometía actos de crueldad. Murió, creo, en el año sexto de la vida de Jesús; su muerte se guardó en secreto por algún tiempo. Herodes fue siempre sanguinario y hasta en sus últimos días hizo mucho daño. Lo vi arrastrándose en medio de una amplia habitación acolchada, con una lanza a su lado, queriendo herir a las personas que se le acercaban. Jesús nació más o menos en el año treinta y cuatro de su reinado.
Unos dos años antes de la entrada de María en el Templo, Herodes mandó hacer algunas construcciones allí. No hizo de nuevo el Templo, sino algunas reformas y mejoras.
La huida a Egipto se produjo cuando Jesús tenía nueve meses y la matanza de los inocentes ocurrió durante el segundo año de la edad de Jesús.
El Nacimiento de Jesús tuvo lugar en un año judío de trece meses, que era un arreglo semejante a nuestros años bisiestos. Creo, también, que los judíos tenían meses de veinte días dos veces al año y uno de veintidós días. Pude oír algo de esto a propósito de los días de fiesta; pero ahora no me queda más que un recuerdo confuso.
He visto que se hicieron varias veces cambios en el calendario. Sucedió esto al salir de un cautiverio, mientras se trabajaba en la reconstrucción del Templo. He visto al hombre que cambió el calendario y supe también su nombre.
A la caída de la tarde los tres pastores jefes se dirigieron a la gruta del pesebre con los regalos, consistentes en animalitos parecidos a los corzos. Si eran cabritos, eran muy distintos de los de nuestro país, pues tenían cuello largo, ojos hermosos muy brillantes, eran muy graciosos y ligeros al correr; los pastores los llevaban atados con delgados cordeles. Traían sobre los hombros aves que habían matado, y bajo el brazo otras, vivas, de mayor tamaño.
Al llegar, llamaron tímidamente a la puerta de la gruta y San José les salió al encuentro. Ellos repitieron lo que les habían anunciado los ángeles y dijeron que deseaban rendir homenaje al Niño de la Promesa y a ofrecerle sus pobres obsequios. José aceptó sus regalos con humilde gratitud y los llevó junto a la Virgen, que se hallaba sentada cerca del pesebre, con el Niño Jesús sobre sus rodillas. Los tres pastores se hincaron con toda humildad, permaneciendo mucho rato en silencio, como absortos en una alegría indecible. Cantaron luego el cántico que habían oído a los ángeles y un salmo que no recuerdo. Cuando estaban por irse, María les dio al Niño, que ellos tomaron en sus brazos, uno después de otro y, llorando de emoción, lo devolvieron a María y se retiraron.
Por la noche vinieron de la torre de los pastores, a cuatro leguas del pesebre, otros pastores con sus mujeres y sus niños. Traían pájaros, huevos, miel, madejas de hilo de diversos colores, pequeños atados que parecían de seda cruda y ramas de una planta parecida al junco. Esta planta tiene unas espigas llenas de semillas gruesas. Después que entregaron estos regalos a San José, se acercaron humildemente al pesebre, al lado del cual se hallaba María sentada. Saludaron a la Madre y al Niño; después, de rodillas, cantaron hermosos salmos, el Gloria in excelsis de los ángeles y algunos otros muy breves. Yo cantaba con ellos. Cantaban a varias voces y yo hice una vez la voz alta. Recuerdo más o menos lo siguiente: "¡Oh Niñito, bermejo como la rosa, pareces semejante a un mensajero de paz!"
Cuando se despidieron, se inclinaban ante el pesebre como si besaran al Niño. Hoy he vuelto a ver a los tres pastores, ayudando a San José, uno después de otro, a disponer todo con mayor comodidad en la gruta del pesebre y en las cavernas laterales. He visto también junto a la Virgen varias piadosas mujeres que la ayudaban en diversos servicios. Eran esenias que habitaban no lejos de la gruta, en una angostura situada al Oriente. Estas mujeres vivían en una especie de casas abiertas en la roca a considerable altura de la colina. Tenían jardincitos cerca de sus casas y se ocupaban en instruir a los niños de los esenios. San José las había hecho venir porque desde su niñez conocía a esta asociación. Cuando huía de sus hermanos habíase refugiado varias veces con
esas piadosas mujeres en la gruta del pesebre. Estas acercábanse una tras otra a María, trayendo provisiones y atendían los quehaceres de la Sagrada Familia.
Hoy he visto una escena muy conmovedora: José y María se hallaban junto al pesebre, contemplando con profunda ternura al Niño Jesús. De pronto el asno se echó también de rodillas y agachó la cabeza hasta la tierra en acto de adoración. María y José lloraban emocionados. Por la noche llegó un mensaje de Santa Ana. Un anciano llegó de Nazaret con una viuda parienta de Ana, a la cual servía. Traían diversos objetos para María. Al ver al Niño se conmovieron extraordinariamente: el viejo derramaba lágrimas de alegría. Volvió a ponerse en camino llevando noticias de lo visto, a Ana, mientras la viuda se quedó para servir a María.
Hoy he visto que la Virgen con el Niño Jesús, acompañada de la criada de Ana, salieron de la gruta del pesebre durante algunas horas. María se refugió en la gruta lateral, donde había brotado la fuente después del Nacimiento de Jesucristo. Pasó unas cuatro horas en esa gruta, en la cual habría de estar más tarde, dos días enteros. José había estado arreglándola desde la mañana para que pudiera estar allí con más comodidad. Se refugiaron en esa gruta, por inspiración interior, pues habían venido personas de Belén a ver la gruta del pesebre, y paréceme que eran emisarios de Herodes. A consecuencia de las conversaciones de los pastores, había corrido la voz de que algo milagroso había sucedido allí al tener lugar el Nacimiento del Niño. Vi a esos hombres hablando un rato con José, a quien hallaron con los pastores delante de la gruta del pesebre, y luego se fueron, riéndose y burlándose, cuando vieron la pobreza del lugar y la simplicidad de las personas.
María, después de haberse quedado cuatro horas oculta en la gruta lateral, volvió a la del pesebre con el Niño Jesús. En la gruta del pesebre reina una amable tranquilidad, pues nadie viene hasta este lugar y sólo los pastores están en comunicación con ella. En la ciudad de Belén nadie se ocupa de lo que pasa en la gruta, pues hay mucha gente, agitación y movimiento, por razón de los forasteros. Se venden y matan muchos animales, porque algunos forasteros pagan sus impuestos con ganado. Veo que hay también paganos como criados y servidores.
Por la mañana el dueño de la última posada adonde se habían alojado José y María a pasar la noche, envió un criado a la gruta del pesebre con varios regalos. Él mismo llegó más tarde para rendir homenaje al Niño Jesús. La noticia de la aparición del ángel a los pastores del valle en el momento del Nacimiento de Jesús, fue causa de que todos los pastores y gentes del valle oyeran hablar del maravilloso Niño de la Promesa. Todos ellos acuden para honrarlo.
Hoy mismo varios pastores y otras buenas personas llegaron a la gruta del Pesebre y honraron al Niño con mucha devoción. Llevaban trajes de fiesta porque iban a Belén para la solemnidad del sábado. Entre estos visitantes vi a aquella mujer que el 20 de Noviembre había compensado la grosería de su marido con la Santa Familia, ofreciéndole hospitalidad. Hubiera podido ir más fácilmente a Jerusalén, porque está más cerca, para la fiesta del sábado, pero quiso hacer un rodeo más largo para ir a Belén y ver al Niño Santo y a sus padres. Sintióse después muy feliz por haberles ofrecido esta prueba de su afecto.
Por la tarde vi a un pariente de José, al lado de cuya casa la Sagrada Familia había pasado la noche del 22 de Noviembre: ahora venía al pesebre para ver y saludar al Niño. Este hombre era el padre de Jonadab, el cual, en la hora de la crucifixión, llevó a Jesús un lienzo para que se cubriera con él.
Supo que José había pasado cerca de su casa y había oído hablar de los hechos maravillosos que acontecieron en el Nacimiento del Niño y teniendo que ir a Belén para el sábado, llegó hasta la gruta trayendo algunos regalos. Saludó a María y rindió homenaje al Niño. José lo recibió amistosamente, pero no quiso aceptar de él nada y sólo le pidió prestado algún dinero dándole en garantía la borriquilla a condición de recuperarla al devolverle el dinero. José necesitaba ese dinero para emplearlo en los regalos que debía hacer en la ceremonia de la circuncisión y en la comida que habría de ofrecer.
Arriba
Bajo una palmera había dos carteles sostenidos por ángeles. Sobre uno de ellos estaban representados diversos instrumentos de martirio; en el centro había una columna y sobre ella un mortero con dos asas. En el otro cartel había unas letras: creo que eran cifras indicando años y épocas de la historia de la Iglesia. Por encima de la palmera estaba arrodillada una Virgen que parecía salir del tallo y cuyo traje flotaba en el aire. Tenía en sus manos, debajo del pecho, un vaso de igual forma que el cáliz de la Última Cena, del cual salía la figura de un Niño luminoso. Vi al Padre Eterno, en la forma que siempre lo veo, acercarse a la palmera por encima de unas nubes, quitar una gruesa rama que tenía la forma de una cruz y colocarla sobre el Niño. Después vi al Niño atado a esa cruz de palma y a la Virgen Santísima presentando a Dios Padre la rama con el Niño crucificado, mientras ella llevaba en la otra mano el cáliz vacío, que parecía también su propio corazón. Cuando me disponía a leer las letras del cartel, bajo la palmera, la llegada de una visita me sacó de esta visión. No sabría decir si este cuadro lo vi en la gruta del pesebre o en otra parte.
Cuando la gente se había ido a la sinagoga de Belén, José preparó en la gruta la lámpara del sábado con las siete mechas; la encendió y colocó debajo de ella una pequeña mesa con los rollos que contenían las oraciones. Bajo esta lámpara celebró el sábado con la Virgen Santísima y la criada de Ana. Se hallaban allí dos pastores un poco hacia atrás en la gruta y algunas mujeres esenias. Hoy, antes de la fiesta del sábado, estas mujeres y la sirvienta prepararon los alimentos. Vi que asaron pájaros en un asador puesto encima del fuego. Los envolvían en una especie de harina hecha de semillas de espigas de unas plantas semejantes a cañas, que se encuentran en estado silvestre en lugares pantanosos de la comarca. Las he visto cultivadas en diversos sitios; en Belén y en Hebrón crecen sin ser cultivadas. No las he visto cerca de Nazaret. Los pastores de la torre habían traído algunas para José. He visto que las mujeres con esas semillas hacían una especie de crema blanca bastante espesa y amasaban tortas con la harina. La Sagrada Familia guardó para su uso una cantidad muy pequeña de las abundantes provisiones que los pastores habían traído en sus visitas; lo sobrante lo regalaban a los pobres.
Hoy he visto varias personas que acudieron a la gruta del pesebre, y por la noche, después de la terminación de las fiestas del Sábado, vi que las mujeres esenias y la criada de Ana preparaban comida en una choza construida de ramas verdes, que José, con la ayuda de los pastores, había levantado a la entrada de la gruta. Había desocupado la habitación a la entrada de la gruta, tendido colchas en el suelo y arreglado todo como para una fiesta, según le permitía su pobreza. Dispuso así todas las cosas antes del comienzo del sábado, pues el día siguiente era el octavo después del nacimiento de Jesús, cuando debía ser circuncidado de conformidad con el precepto divino.
Al caer la tarde José fue a Belén y trajo consigo a tres sacerdotes, un anciano, una mujer y una cuidadora para esta ceremonia. Tenía ésta un asiento, del que se servía en ocasiones parecidas y una piedra octogonal chata y muy gruesa, que contenía los objetos necesarios. Todo esto fue colocado sobre esteras donde debía tener lugar la circuncisión, es decir en la entrada de la gruta, entre el rincón que ocupaba José y el hogar. El asiento era una especie de cofre con cajones, los cuales, puestos a continuación de los otros, formaban como un lecho de reposo con un apoyo a un lado; se estaba uno allí recostado más que sentado. La piedra octogonal tenía más de dos pies de diámetro. En el centro había una cavidad octogonal también cubierta por una placa de metal, donde se hallaban tres cajas y un cuchillo de piedra en compartimentos separados. Esta piedra fue colocada al lado del asiento, sobre un pequeño escabel de tres patas que hasta aquel momento había quedado bajo una cobertura, en el sitio donde había nacido el Salvador.
Terminados estos arreglos los sacerdotes saludaron a María y al Niño Jesús, y conversando amistosamente con la Virgen Santísima tomaron al Niño entre sus brazos, y quedaron conmovidos. Después tuvo lugar la comida en la glorieta. Muchos pobres que habían seguido a los sacerdotes, como solían hacer en tales ocasiones, rodeaban la mesa y durante la comida recibían los regalos de José y de los sacerdotes, de modo que pronto quedó todo distribuido. Al ponerse el sol me parecía que su disco era más grande que en nuestro país. Lo vi descender en el horizonte; sus rayos penetraban por la puerta abierta al interior de la gruta.
Ardían varias lámparas en la gruta. Durante la noche se rezó largo tiempo y se entonaron cánticos. La ceremonia de la circuncisión tuvo lugar al amanecer. María estaba preocupada e inquieta. Había dispuesto por sí misma los paños destinados a recibir la sangre y a vendar la herida, y los tenía delante, en un pliegue de su manto. La piedra octogonal fue cubierta por los sacerdotes con dos paños, rojo y blanco, éste encima, con oraciones y varias ceremonias. Luego uno de los sacerdotes se apoyó sobre el asiento y la Virgen que se había quedado envuelta en el fondo de la gruta con el Niño Jesús en brazos, se lo entregó a la criada con los paños preparados. José lo recibió de manos de la mujer y lo dio a la que había venido con los sacerdotes. Esta mujer colocó al Niño, cubierto con un velo, sobre la cobertura de la piedra octogonal. Recitaron nuevas oraciones. La mujer quitó al Niño sus pañales y lo puso sobre las rodillas del sacerdote que se hallaba sentado. José inclinóse por encima de los hombros del sacerdote y sostuvo al Niño por la parte superior del cuerpo. Dos sacerdotes se arrodillaron a derecha e izquierda, teniendo cada uno de ellos uno de sus piececitos, mientras el que realizaba la operación se arrodilló delante del Niño. Descubrieron la piedra octogonal y levantaron la placa metálica para tener a mano las tres cajas de ungüento; había allí aguas para las heridas.
Tanto el mango como la hoja del cuchillo eran de piedra. El mango era pardo y pulido; tenía una ranura por la que se hacía entrar la hoja, de color amarillento, que no me pareció muy filosa. La incisión fue hecha con la punta curva del cuchillo. El sacerdote hizo uso también de la uña cortante de su dedo. Exprimió la sangre de la herida y puso encima el ungüento y otros ingredientes que sacó de las cajas. La cuidadora tomó al Niño y después de haber vendado la herida lo envolvió de nuevo en sus pañales. Esta vez le fueron fajados los brazos que antes llevaba libres y le pusieron en torno de la cabeza el velo que lo cubría anteriormente. Después de esto el Niño fue puesto de nuevo sobre la piedra octogonal y recitaron otras oraciones.
El ángel había dicho a José que el Niño debía llamarse Jesús; pero el sacerdote no aceptó al principio ese nombre y por eso se puso a rezar. Vi entonces a un ángel que se le aparecía y le mostraba el nombre de Jesús sobre un cartel parecido al que más tarde estuvo sobre la cruz del Calvario. No sé en realidad si el ángel fue visto por él o por otro sacerdote: lo cierto es que lo vi muy emocionado escribiendo ese nombre en un pergamino, como impulsado por una inspiración de lo alto.
El Niño Jesús lloró mucho después de la ceremonia de la circuncisión. He visto que José lo tomaba y lo ponía en brazos de María, que se había quedado en el fondo de la gruta con dos mujeres más. María tomó al Niño, llorando, se retiró al fondo donde se hallaba el pesebre, se sentó cubierta con el velo y calmó al Niño dándole el pecho. José le entregó los pañales teñidos en sangre. Se recitaron nuevamente oraciones y se cantaron salmos.
La lámpara ardía, aunque había amanecido completamente. Poco después la Virgen se aproximó con el Niño y lo puso en la piedra octogonal. Los sacerdotes inclinaron hacia ella sus manos cruzadas sobre la cabeza del Niño, y luego se retiró María con el Niño Jesús. Antes de marcharse los sacerdotes comieron algo en compañía de José y de dos pastores bajo la enramada. Supe después que todos los que habían asistido a la ceremonia eran personas buenas y que los sacerdotes se convirtieron y abrazaron la doctrina del Salvador.
Entre tanto, durante toda la mañana se distribuyeron regalos a los pobres que acudían a la puerta de la gruta. Mientras duró la ceremonia el asno estuvo atado en sitio aparte. Hoy pasaron por la puerta unos mendigos sucios y harapientos, llevando envoltorios, procedentes del valle de los pastores: parecía que iban a Jerusalén para alguna fiesta. Pidieron limosna con mucha insolencia, profiriendo maldiciones e injurias cerca del pesebre, diciendo que José no les daba bastante. No supe quienes eran, pero me disgustó grandemente su proceder. Durante la noche siguiente he visto al Niño a menudo desvelado a causa de sus dolores, y que lloraba mucho. María y José lo tomaban en brazos uno después de otro y lo paseaban alrededor de la gruta tratando de calmarlo.
Esta noche vi a Isabel montada en un asno, conducido por un viejo criado en camino de Juta a la gruta de Belén. José la recibió afectuosamente y María la abrazó con un sentimiento de indecible alegría. Isabel estrechó al Niño contra su pecho, derramando lágrimas de júbilo. Le prepararon un lecho cerca del sitio donde había nacido Jesús. Delante de él había un banquillo alto como el de aserrador, sobre el cual había un cofre pequeño donde solían colocar al Niño Jesús. Debía ser una costumbre que usaban con los niños, pues ya había visto en casa de Ana a María en su primera infancia reposando en un banquillo parecido.
Anoche y durante el día de hoy vi a María e Isabel sentadas juntas en afectuosa conversación. Yo me hallaba tan cerca de ellas que escuchaba sus palabras con sentimiento de viva alegría. La Virgen contó a su prima todo lo que había sucedido hasta entonces y cuando habló de lo que había sufrido buscando un albergue en Belén, Isabel lloró muy conmovida. Le dijo muchas cosas referentes al nacimiento de Jesús. Le explicó que en el momento de la anunciación, su espíritu se había sentido arrebatado durante diez minutos, teniendo la sensación de que su corazón se duplicaba y que un bienestar indecible entraba en Ella llenándola por completo. En el momento del nacimiento, se había sentido también arrebatada con la sensación que los ángeles la llevaban arrodillada por los aires y le había parecido que su corazón se dividía en dos partes y que una mitad se separaba de la otra.
Durante diez minutos había perdido el uso de los sentidos. Luego sintió un vacío interior y un inmenso deseo de la felicidad infinita que hasta aquel momento había habitado en ella y que ya no estaba más. Había visto delante de sí una luz deslumbradora, en medio de la cual su Niño había parecido crecer ante sus ojos. En ese momento lo vio moverse y lo oyó llorar. Volviendo en sí lo levantó de la colcha y lo estrechó contra su pecho, pues al principio había creído estar soñando y no se había atrevido a tocar al Niño rodeado de tanta luz. Dijo no haberse dado cuenta del momento en que el Niño se había separado de ella. Isabel le contestó: "En vuestro alumbramiento habéis gozado favores que no tienen las demás mujeres. El nacimiento de mi Juan fue también lleno de dulzura, pero todo se realizó en forma muy diversa". Esto es lo que recuerdo de sus pláticas.
Al caer la tarde María se ocultó nuevamente con el Niño, acompañada de Isabel, en la caverna lateral, vecina a la gruta del pesebre; me parece que permanecieron allí toda la noche. María procedió así porque muchas personas de distinción acudían de Belén al pesebre por pura curiosidad, y no quiso mostrarse a ellas.
Hoy vi a María saliendo con el Niño de la gruta del pesebre, yendo a otra que está a la derecha. La entrada es estrecha y unos catorce escalones inclinados llevan primero a una pequeña cueva y después a una habitación subterránea más amplia que la gruta del pesebre. José la separó en dos partes por medio de una colcha que suspendió de la techumbre. La parte contigua a la entrada era semicircular y la otra cuadrada. La luz no venía de arriba, sino de aberturas laterales que atravesaban una roca muy ancha. Unos días antes había visto a un hombre sacar de aquella gruta haces de leña y de paja y paquetes de cañas como los que usaba José para hacer fuego. Fue un pastor el que hizo este servicio. Esta gruta era más amplia y clara que la del pesebre. El asno no estaba en ella. Vi al Niño Jesús acostado en una gamella abierta en la roca.
En los días precedentes vi a María a menudo junto a algunos visitantes mostrándoles al Niño cubierto con un velo y teniendo sólo un paño alrededor del cuerpo. Otras veces lo veía del todo fajado. He visto que la cuidadora que había asistido a la circuncisión venía a menudo a visitar al Niño. María le daba casi todo lo que traían los visitantes para que ella lo distribuyera entre los pobres del lugar y de Belén.
L
La Sagrada Familia celebra la fiesta del Sábado
Mientras me hallaba meditando en la historia de la borriquilla empeñada ahora para cubrir los gastos de la circuncisión, y pensando que el próximo Domingo, día en que tendrá lugar la ceremonia, (se leería el Evangelio del Domingo de Ramos, que relata la entrada de Jesús montado sobre un asno), vi un cuadro del cual no puedo explicar bien el sentido ni sé donde se realizaba:La Sagrada Familia celebra la fiesta del Sábado
Bajo una palmera había dos carteles sostenidos por ángeles. Sobre uno de ellos estaban representados diversos instrumentos de martirio; en el centro había una columna y sobre ella un mortero con dos asas. En el otro cartel había unas letras: creo que eran cifras indicando años y épocas de la historia de la Iglesia. Por encima de la palmera estaba arrodillada una Virgen que parecía salir del tallo y cuyo traje flotaba en el aire. Tenía en sus manos, debajo del pecho, un vaso de igual forma que el cáliz de la Última Cena, del cual salía la figura de un Niño luminoso. Vi al Padre Eterno, en la forma que siempre lo veo, acercarse a la palmera por encima de unas nubes, quitar una gruesa rama que tenía la forma de una cruz y colocarla sobre el Niño. Después vi al Niño atado a esa cruz de palma y a la Virgen Santísima presentando a Dios Padre la rama con el Niño crucificado, mientras ella llevaba en la otra mano el cáliz vacío, que parecía también su propio corazón. Cuando me disponía a leer las letras del cartel, bajo la palmera, la llegada de una visita me sacó de esta visión. No sabría decir si este cuadro lo vi en la gruta del pesebre o en otra parte.
Cuando la gente se había ido a la sinagoga de Belén, José preparó en la gruta la lámpara del sábado con las siete mechas; la encendió y colocó debajo de ella una pequeña mesa con los rollos que contenían las oraciones. Bajo esta lámpara celebró el sábado con la Virgen Santísima y la criada de Ana. Se hallaban allí dos pastores un poco hacia atrás en la gruta y algunas mujeres esenias. Hoy, antes de la fiesta del sábado, estas mujeres y la sirvienta prepararon los alimentos. Vi que asaron pájaros en un asador puesto encima del fuego. Los envolvían en una especie de harina hecha de semillas de espigas de unas plantas semejantes a cañas, que se encuentran en estado silvestre en lugares pantanosos de la comarca. Las he visto cultivadas en diversos sitios; en Belén y en Hebrón crecen sin ser cultivadas. No las he visto cerca de Nazaret. Los pastores de la torre habían traído algunas para José. He visto que las mujeres con esas semillas hacían una especie de crema blanca bastante espesa y amasaban tortas con la harina. La Sagrada Familia guardó para su uso una cantidad muy pequeña de las abundantes provisiones que los pastores habían traído en sus visitas; lo sobrante lo regalaban a los pobres.
Hoy he visto varias personas que acudieron a la gruta del pesebre, y por la noche, después de la terminación de las fiestas del Sábado, vi que las mujeres esenias y la criada de Ana preparaban comida en una choza construida de ramas verdes, que José, con la ayuda de los pastores, había levantado a la entrada de la gruta. Había desocupado la habitación a la entrada de la gruta, tendido colchas en el suelo y arreglado todo como para una fiesta, según le permitía su pobreza. Dispuso así todas las cosas antes del comienzo del sábado, pues el día siguiente era el octavo después del nacimiento de Jesús, cuando debía ser circuncidado de conformidad con el precepto divino.
Al caer la tarde José fue a Belén y trajo consigo a tres sacerdotes, un anciano, una mujer y una cuidadora para esta ceremonia. Tenía ésta un asiento, del que se servía en ocasiones parecidas y una piedra octogonal chata y muy gruesa, que contenía los objetos necesarios. Todo esto fue colocado sobre esteras donde debía tener lugar la circuncisión, es decir en la entrada de la gruta, entre el rincón que ocupaba José y el hogar. El asiento era una especie de cofre con cajones, los cuales, puestos a continuación de los otros, formaban como un lecho de reposo con un apoyo a un lado; se estaba uno allí recostado más que sentado. La piedra octogonal tenía más de dos pies de diámetro. En el centro había una cavidad octogonal también cubierta por una placa de metal, donde se hallaban tres cajas y un cuchillo de piedra en compartimentos separados. Esta piedra fue colocada al lado del asiento, sobre un pequeño escabel de tres patas que hasta aquel momento había quedado bajo una cobertura, en el sitio donde había nacido el Salvador.
Terminados estos arreglos los sacerdotes saludaron a María y al Niño Jesús, y conversando amistosamente con la Virgen Santísima tomaron al Niño entre sus brazos, y quedaron conmovidos. Después tuvo lugar la comida en la glorieta. Muchos pobres que habían seguido a los sacerdotes, como solían hacer en tales ocasiones, rodeaban la mesa y durante la comida recibían los regalos de José y de los sacerdotes, de modo que pronto quedó todo distribuido. Al ponerse el sol me parecía que su disco era más grande que en nuestro país. Lo vi descender en el horizonte; sus rayos penetraban por la puerta abierta al interior de la gruta.
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La circuncisión de Jesús
La circuncisión de Jesús
Ardían varias lámparas en la gruta. Durante la noche se rezó largo tiempo y se entonaron cánticos. La ceremonia de la circuncisión tuvo lugar al amanecer. María estaba preocupada e inquieta. Había dispuesto por sí misma los paños destinados a recibir la sangre y a vendar la herida, y los tenía delante, en un pliegue de su manto. La piedra octogonal fue cubierta por los sacerdotes con dos paños, rojo y blanco, éste encima, con oraciones y varias ceremonias. Luego uno de los sacerdotes se apoyó sobre el asiento y la Virgen que se había quedado envuelta en el fondo de la gruta con el Niño Jesús en brazos, se lo entregó a la criada con los paños preparados. José lo recibió de manos de la mujer y lo dio a la que había venido con los sacerdotes. Esta mujer colocó al Niño, cubierto con un velo, sobre la cobertura de la piedra octogonal. Recitaron nuevas oraciones. La mujer quitó al Niño sus pañales y lo puso sobre las rodillas del sacerdote que se hallaba sentado. José inclinóse por encima de los hombros del sacerdote y sostuvo al Niño por la parte superior del cuerpo. Dos sacerdotes se arrodillaron a derecha e izquierda, teniendo cada uno de ellos uno de sus piececitos, mientras el que realizaba la operación se arrodilló delante del Niño. Descubrieron la piedra octogonal y levantaron la placa metálica para tener a mano las tres cajas de ungüento; había allí aguas para las heridas.
Tanto el mango como la hoja del cuchillo eran de piedra. El mango era pardo y pulido; tenía una ranura por la que se hacía entrar la hoja, de color amarillento, que no me pareció muy filosa. La incisión fue hecha con la punta curva del cuchillo. El sacerdote hizo uso también de la uña cortante de su dedo. Exprimió la sangre de la herida y puso encima el ungüento y otros ingredientes que sacó de las cajas. La cuidadora tomó al Niño y después de haber vendado la herida lo envolvió de nuevo en sus pañales. Esta vez le fueron fajados los brazos que antes llevaba libres y le pusieron en torno de la cabeza el velo que lo cubría anteriormente. Después de esto el Niño fue puesto de nuevo sobre la piedra octogonal y recitaron otras oraciones.
El ángel había dicho a José que el Niño debía llamarse Jesús; pero el sacerdote no aceptó al principio ese nombre y por eso se puso a rezar. Vi entonces a un ángel que se le aparecía y le mostraba el nombre de Jesús sobre un cartel parecido al que más tarde estuvo sobre la cruz del Calvario. No sé en realidad si el ángel fue visto por él o por otro sacerdote: lo cierto es que lo vi muy emocionado escribiendo ese nombre en un pergamino, como impulsado por una inspiración de lo alto.
El Niño Jesús lloró mucho después de la ceremonia de la circuncisión. He visto que José lo tomaba y lo ponía en brazos de María, que se había quedado en el fondo de la gruta con dos mujeres más. María tomó al Niño, llorando, se retiró al fondo donde se hallaba el pesebre, se sentó cubierta con el velo y calmó al Niño dándole el pecho. José le entregó los pañales teñidos en sangre. Se recitaron nuevamente oraciones y se cantaron salmos.
La lámpara ardía, aunque había amanecido completamente. Poco después la Virgen se aproximó con el Niño y lo puso en la piedra octogonal. Los sacerdotes inclinaron hacia ella sus manos cruzadas sobre la cabeza del Niño, y luego se retiró María con el Niño Jesús. Antes de marcharse los sacerdotes comieron algo en compañía de José y de dos pastores bajo la enramada. Supe después que todos los que habían asistido a la ceremonia eran personas buenas y que los sacerdotes se convirtieron y abrazaron la doctrina del Salvador.
Entre tanto, durante toda la mañana se distribuyeron regalos a los pobres que acudían a la puerta de la gruta. Mientras duró la ceremonia el asno estuvo atado en sitio aparte. Hoy pasaron por la puerta unos mendigos sucios y harapientos, llevando envoltorios, procedentes del valle de los pastores: parecía que iban a Jerusalén para alguna fiesta. Pidieron limosna con mucha insolencia, profiriendo maldiciones e injurias cerca del pesebre, diciendo que José no les daba bastante. No supe quienes eran, pero me disgustó grandemente su proceder. Durante la noche siguiente he visto al Niño a menudo desvelado a causa de sus dolores, y que lloraba mucho. María y José lo tomaban en brazos uno después de otro y lo paseaban alrededor de la gruta tratando de calmarlo.
LII
Isabel acude a la gruta de Belén
Isabel acude a la gruta de Belén
Esta noche vi a Isabel montada en un asno, conducido por un viejo criado en camino de Juta a la gruta de Belén. José la recibió afectuosamente y María la abrazó con un sentimiento de indecible alegría. Isabel estrechó al Niño contra su pecho, derramando lágrimas de júbilo. Le prepararon un lecho cerca del sitio donde había nacido Jesús. Delante de él había un banquillo alto como el de aserrador, sobre el cual había un cofre pequeño donde solían colocar al Niño Jesús. Debía ser una costumbre que usaban con los niños, pues ya había visto en casa de Ana a María en su primera infancia reposando en un banquillo parecido.
Anoche y durante el día de hoy vi a María e Isabel sentadas juntas en afectuosa conversación. Yo me hallaba tan cerca de ellas que escuchaba sus palabras con sentimiento de viva alegría. La Virgen contó a su prima todo lo que había sucedido hasta entonces y cuando habló de lo que había sufrido buscando un albergue en Belén, Isabel lloró muy conmovida. Le dijo muchas cosas referentes al nacimiento de Jesús. Le explicó que en el momento de la anunciación, su espíritu se había sentido arrebatado durante diez minutos, teniendo la sensación de que su corazón se duplicaba y que un bienestar indecible entraba en Ella llenándola por completo. En el momento del nacimiento, se había sentido también arrebatada con la sensación que los ángeles la llevaban arrodillada por los aires y le había parecido que su corazón se dividía en dos partes y que una mitad se separaba de la otra.
Durante diez minutos había perdido el uso de los sentidos. Luego sintió un vacío interior y un inmenso deseo de la felicidad infinita que hasta aquel momento había habitado en ella y que ya no estaba más. Había visto delante de sí una luz deslumbradora, en medio de la cual su Niño había parecido crecer ante sus ojos. En ese momento lo vio moverse y lo oyó llorar. Volviendo en sí lo levantó de la colcha y lo estrechó contra su pecho, pues al principio había creído estar soñando y no se había atrevido a tocar al Niño rodeado de tanta luz. Dijo no haberse dado cuenta del momento en que el Niño se había separado de ella. Isabel le contestó: "En vuestro alumbramiento habéis gozado favores que no tienen las demás mujeres. El nacimiento de mi Juan fue también lleno de dulzura, pero todo se realizó en forma muy diversa". Esto es lo que recuerdo de sus pláticas.
Al caer la tarde María se ocultó nuevamente con el Niño, acompañada de Isabel, en la caverna lateral, vecina a la gruta del pesebre; me parece que permanecieron allí toda la noche. María procedió así porque muchas personas de distinción acudían de Belén al pesebre por pura curiosidad, y no quiso mostrarse a ellas.
Hoy vi a María saliendo con el Niño de la gruta del pesebre, yendo a otra que está a la derecha. La entrada es estrecha y unos catorce escalones inclinados llevan primero a una pequeña cueva y después a una habitación subterránea más amplia que la gruta del pesebre. José la separó en dos partes por medio de una colcha que suspendió de la techumbre. La parte contigua a la entrada era semicircular y la otra cuadrada. La luz no venía de arriba, sino de aberturas laterales que atravesaban una roca muy ancha. Unos días antes había visto a un hombre sacar de aquella gruta haces de leña y de paja y paquetes de cañas como los que usaba José para hacer fuego. Fue un pastor el que hizo este servicio. Esta gruta era más amplia y clara que la del pesebre. El asno no estaba en ella. Vi al Niño Jesús acostado en una gamella abierta en la roca.
En los días precedentes vi a María a menudo junto a algunos visitantes mostrándoles al Niño cubierto con un velo y teniendo sólo un paño alrededor del cuerpo. Otras veces lo veía del todo fajado. He visto que la cuidadora que había asistido a la circuncisión venía a menudo a visitar al Niño. María le daba casi todo lo que traían los visitantes para que ella lo distribuyera entre los pobres del lugar y de Belén.
Vi el nacimiento de Jesucristo anunciado a los Reyes Magos. He visto a Mensor y a Sair: estaban en el país del primero y observaban los astros, después de haber hecho los preparativos del viaje. Observaban la estrella de Jacob desde lo alto de una torre piramidal. Esta estrella tenía una cola que se dilató ante sus ojos, y vieron a una Virgen brillante, delante de la cual, en medio del aire, se veía un Niño luminoso. Al lado derecho del Niño brotó una rama, en cuya extremidad apareció, como una flor, una pequeña torre con varias entradas que acabó por transformarse en ciudad. Inmediatamente después de esta aparición los dos Reyes se pusieron en marcha. Teokeno, el tercero de los Reyes, que vivía más hacia el oriente, a dos días de viaje, tuvo igual aparición, a la misma hora, y partió en seguida aceleradamente para reunirse con sus dos amigos, a los que encontró en el camino.
Me dormí con gran deseo de encontrarme en la gruta del pesebre, cerca de la Madre de Dios, con el ansia de que Ella me diera al Niño Jesús para tenerlo en mis brazos algún tiempo y estrecharlo contra mi corazón. Me acerqué a la gruta del pesebre. Era de noche. José dormía apoyado en el brazo derecho, en su aposento, cerca de la entrada. María estaba despierta, sentada en su sitio de costumbre, cerca del pesebre, teniendo al pequeño Jesús a su pecho, cubierta con un velo. Me arrodillé allí y le adoré, sintiendo un gran deseo de ver al Niño. ¡Ah, María bien lo sabía! ¡Ella lo sabe todo y acoge todo lo que se le pide con bondad muy conmovedora, siempre que se rece con fe sincera! Pero ahora estaba silenciosa, en recogimiento; adoraba respetuosamente a Aquél de quien era Madre. No me dio al Niño, porque creo lo estaba amamantando. En su lugar, yo hubiera hecho lo mismo.
Mi ansia crecía más y se confundía con el de todas las almas que suspiraban por el Niño Jesús. Pero esta ansia mía no era tan pura, tan inocente ni tan sincera como la del corazón de los buenos Reyes Magos del Oriente, que lo habían aguardado desde siglos en las personas de sus antepasados, creyendo, esperando y amando. Así fue que mi deseo se volvió hacia ellos.
Cuando acabé de rezar, me deslicé respetuosamente fuera de la gruta y fui llevada por un largo camino hasta el cortejo de los Reyes Magos. A través del camino he visto muchos países, moradas y gentes con sus trajes, sus costumbres y su culto; pero casi todo se me ha ido de la memoria. Fui llevada al Oriente a una región donde nunca había estado, casi toda estéril y arenosa. Cerca de unas colinas habitaban en cabañas, bajo enramadas, pequeños grupos de hombres. Eran familias aisladas de cinco a ocho personas. El techo de ramas se apoyaba en la colina donde habían cavado las habitaciones. Esta región no producía casi nada; sólo brotaban zarzales y algún arbolillo con capullos de algodón blanco. En otros árboles más grandes colocaban a sus ídolos.
Aquellos hombres vivían aún en estado salvaje. Me pareció que se alimentaban de carne cruda, especialmente de pájaros y se dedicaban al latrocinio. Eran de color cobrizo y tenían los cabellos rojos como el pelo de zorro. Eran bajos, macizos, más bien gordos que flacos; eran muy hábiles, activos y ágiles. En sus habitaciones no había animales domésticos ni tenían rebaños. Confeccionaban una especie de colchas con algodón que recogían de sus pequeños árboles. Hilaban largas cuerdas del espesor de un dedo que luego trenzaban para hacer anchas tiras de tejidos. Cuando habían preparado cierta cantidad ponían sobre sus cabezas grandes atados de colchas e iban a venderlas a la ciudad.
También he visto sus ídolos en varios lugares, bajo frondosos árboles: tenían cabeza de toro con cuernos y boca grande; en el cuerpo agujeros redondos y más abajo una abertura ancha donde encendían fuego para quemar las ofrendas colocadas en otras aberturas más pequeñas. Alrededor de cada árbol, bajo los cuales había ídolos, veíanse otras figuras de animales sobre columnitas de piedra. Eran pájaros, dragones y una figura que tenía tres cabezas de perro y una cola de serpiente arrollada sobre sí misma.
Al comenzar el viaje tuve la idea de que había gran cantidad de agua a mi derecha y que me alejaba cada vez más de ella. Pasada esta región, el sendero subía siempre. Atravesé la cresta de una montaña de arena blanca donde había gran cantidad de piedrecillas negras quebradas semejantes a fragmentos de jarrones y escudillas. Del otro lado bajé a una región cubierta de árboles que parecían alineados en orden perfecto. Algunos de estos árboles tenían el tronco cubierto de escamas; las hojas eran extraordinariamente grandes. Otros eran de forma piramidal, con grandes y hermosas flores. Estos últimos tenían hojas de un verde amarillento y ramas con capullos. He visto otros árboles con hojas muy lisas, en forma de corazón.
Llegué después a un país de praderas que se extendía hasta donde alcanzaba la vista en medio de alturas. Había allí innumerables rebaños. Los viñedos crecían alrededor de las colinas. Había filas de cepas sobre terrazas con pequeños vallados de ramas para protegerlas. Los dueños de los rebaños habitaban en carpas, cuya entrada estaba cerrada por medio de zarzos livianos. Aquellas carpas estaban hechas con tejido de lana blanca fabricado por los pueblos más salvajes que había visto antes. En el centro había una gran carpa rodeada de muchas otras pequeñas. Los rebaños, separados en clases, vagaban por extensos prados divididos por setos de zarzales. Había diferentes tipos de rebaños: carneros cuya lana colgaba en largas trenzas, con grandes colas lanudas; otros animales muy ágiles, con cuernos, como los de los chivos, grandes como terneros; otros tenían el tamaño de los caballos que corren en libertad en nuestras praderas. Había también manadas de camellos y animales de la misma especie pero con dos jorobas. En un recinto cerrado vi elefantes blancos y algunos manchados: estaban domesticados y servían para los trabajos ordinarios. Esta visión fue interrumpida tres veces por diversas circunstancias, pero volví siempre a ella.
Aquellos rebaños y pastizales pertenecían, según creo, a uno de los Reyes Magos que se hallaba entonces de viaje; me parece que eran del Rey Mensor y sus parientes. Habían sido puestos al cuidado de otros pastores subalternos que vestían chaquetas largas hasta las rodillas, más o menos de la forma de las de nuestros campesinos, pero más estrechas. Creo que por haber partido el jefe para un largo viaje todos los rebaños fueron revisados por inspectores, y los pastores subalternos tuvieron que decir la cantidad exacta, pues he podido ver a cierta gente, cubierta de grandes abrigos, venir de cuando en cuando para tomar nota de todo. Se instalaban en la gran carpa principal y central y hacían desfilar a todos los rebaños entre esta carpa y las más pequeñas. Así se examinaba y contaba todo. Los que hacían las cuentas tenían en las manos una especie de tablilla, no sé de qué materia, sobre la cual escribían. Viendo esto, me decía: "¡Ojalá pudieran nuestros obispos examinar con el mismo cuidado los rebaños confiados a los pastores subalternos!"
Cuando después de la última interrupción de esta visión volví a estas praderas, era ya de noche. La mayor parte de los pastores descansaban bajo carpas pequeñas. Sólo algunos velaban caminando de un lado a otro en torno a las reses, encerradas, según su especie, en grandes recintos separados. Yo miraba con afecto estos rebaños que dormían en paz pensando que pertenecían a hombres, los cuales habían abandonado la contemplación de los azules prados del cielo, sembrados de estrellas, y habían partido siguiendo el llamado de su Creador Todopoderoso, como fieles rebaños, para seguirlo con más obediencia que los corderos de esta tierra siguen a sus pastores terrenales.
Veía a los pastores que miraban más a menudo las estrellas del cielo que sus rebaños de la tierra. Yo pensaba: "Tienen razón en levantar los ojos asombrados y agradecidos hasta el cielo mirando hacia donde sus antepasados, desde hace siglos, perseverando en la espera y en la oración, no han cesado de levantar sus miradas". El buen pastor que busca la oveja perdida, no descansa hasta haberla encontrado y traído de nuevo. Lo mismo acaba de hacer el Padre que está en los cielos, el verdadero pastor de los innumerables rebaños de estrellas extendidos en la inmensidad. Al pecar el hombre, a quien Dios había sometido toda la tierra, Dios maldijo a ésta en castigo de su crimen; fue a buscar al hombre caído en la tierra, su residencia, como a una oveja perdida; envió desde lo alto del cielo a su Hijo único para que se hiciera hombre, guiara a aquella oveja descaminada, tomara sobre Él todos sus pecados en calidad de Cordero de Dios y, muriendo, diera satisfacción a la justicia divina. Y este advenimiento del Redentor había tenido lugar.
Los reyes de aquel país, guiados por una estrella, habían partido la noche anterior para rendir homenaje al Salvador recién nacido. Por causa de esto, los que velaban sobre los rebaños, miraban con emoción los prados celestiales y oraban; pues el Pastor de los pastores acababa de bajar de los cielos, y fue a los pastores, antes que a nadie, a quienes había anunciado su venida.
LIV
La comitiva de Teokeno
Mientras yo contemplaba la inmensa llanura, el silencio de la noche fue interrumpido por el ruido que producía un grupo de hombres que llegaban apresuradamente montados en camellos. El cortejo, pasando a lo largo de los rebaños que descansaban, se dirigió rápidamente hacia la carpa central. Algunos camellos se despertaban aquí y allá e inclinaban sus largos cuellos hacia la comitiva que pasaba. Se oía el balar de los corderos, interrumpidos en su sueño. Algunos de los recién llegados bajaron de sus monturas y despertaban a los pastores que dormían. Los vigías más próximos se juntaron al cortejo. Pronto todos estuvieron en pie y en movimiento en torno de los viajeros. La gente conversaba mirando al cielo e indicando las estrellas. Se referían a un astro o a una aparición celeste que ya no se percibía más, pues yo misma ya no pude verla. Era el cortejo de Teokeno, el tercero de los Reyes Magos que habitaba más lejos. Había visto en su patria la misma aparición en el cielo que vieron sus compañeros y de inmediato se puso en camino. Ahora preguntaba cuánta ventaja le llevaban de camino Mensor y Sair, y si aún se veía la estrella que había tomado como guía. Cuando hubo recibido los informes necesarios, continuó su viaje sin detenerse mayormente. Este era el lugar donde los tres Reyes, que vivían muy lejos uno de otro, solían reunirse para observar los astros y en su cercanía se hallaba la torre piramidal en cuya cumbre hacían observaciones.La comitiva de Teokeno
Teokeno era entre los tres el que habitaba más lejos. Vivía más allá del país donde residió Abrahán al principio, y se había establecido alrededor de esa comarca. En los intervalos entre las visiones que tuve tres veces, durante este día, relativas a lo que sucedía en la gran llanura de los rebaños, me fueron mostradas diversas cosas sobre los países donde había vivido Abrahán: he olvidado la mayor parte. Vi una vez, a gran distancia, la altura donde Abrahán debía sacrificar a su hijo Isaac. La primera morada de Abrahán se hallaba situada sobre una gran elevación, y los países de los tres Reyes Magos eran más bajos y estaban alrededor de aquel lugar de Abrahán.
Otra vez vi, muy claramente, a pesar de ocurrir muy lejos, el hecho de Agar y de Ismael en el desierto. Relato lo que pude ver de esto. A un lado de la montaña de Abraham, hacia el fondo del valle, he visto a Agar con su hijo errando en medio de los matorrales. Parecía estar fuera de sí. El niño era todavía muy pequeño y tenía un vestido largo. Ella andaba envuelta en un largo manto que le cubría la cabeza y debajo llevaba un vestido corto con un corpiño ajustado. Puso al niño bajo un árbol cerca de una colina y le hizo unas marcas en la frente, en la parte superior del brazo derecho, en el pecho y en la parte alta del brazo izquierdo. No vi la marca de la frente; pero las otras, hechas sobre el vestido, permanecieron visibles y parecían trazadas en rojo. Tenían la forma de una cruz, no común, sino parecida a una de Malta que llevara en el centro un círculo, del que partían los cuatro triángulos que formaban la cruz. En cada uno de los triángulos Agar escribió unos signos o letras en forma de gancho, cuyo significado no pude comprender. En el círculo del centro trazó dos o tres letras. Hizo todo el dibujo muy rápidamente con un color rojo que parecía tener en la mano y que quizás era sangre. Se apartó de allí, levantando sus ojos al cielo, sin mirar el lugar donde dejaba a su hijo, y fue a sentarse a la sombra de un árbol como a la distancia de un tiro de fusil. Estando allí oyó una voz en lo alto; se apartó más aún del lugar primero, y habiendo escuchado la voz por segunda vez, dio con una fuente de agua oculta entre el follaje. Llenó de agua su odre, y volviendo de nuevo al lado de su hijo, le dio de beber; luego lo llevó consigo junto a la fuente y encima del vestido que tenía las marcas hechas, le puso otra vestimenta. Me parece haber visto otra vez a Agar en el desierto antes del nacimiento de Ismael.
Al amanecer, el acompañamiento de Teokeno alcanzó a unirse al de Mensor y de Sair cerca de una población en ruinas. Se veían allí largas filas de columnas, aisladas unas de otras, y puertas coronadas por torrecitas cuadradas, todo medio derruido. Aún se veían algunas grandes y hermosas estatuas, no tan rígidas como las de Egipto, sino en graciosas actitudes, cual si fueran vivientes. En general el país era arenoso y lleno de rocas.
He visto que en las ruinas de la ciudad se habían establecido gentes que más bien parecían bandoleros y vagabundos; como único vestido llevaban pieles de animales echadas sobre el cuerpo y tenían armas de flechas y venablos. Aunque eran de estatura baja y gruesos, eran ágiles en gran manera; tenían la piel tostada. Creía reconocer este lugar por haber estado antes, en ocasión de mis viajes a la montaña de los profetas y al país del Ganges.
Cuando se encontraron reunidos los tres Reyes, dejaron el lugar por la mañana muy temprano, con ánimo de continuar viaje con apuro. He visto que muchos habitantes pobres siguieron a los Reyes, por la liberalidad con que los trataban. Después de otro medio día de viaje se detuvieron. Después de la muerte de Jesucristo, el apóstol San Juan envió a dos de sus discípulos, Saturnino y Jonadab (medio hermano de San Pedro) para anunciar el Evangelio a los habitantes de la ciudad en ruinas.
LV
Nombres de los Reyes Magos
Cuando estuvieron juntos los tres Reyes Magos, he visto que el último, Teokeno, tenía la piel amarillenta: lo reconocí porque era el mismo que unos treinta y dos años más tarde se encontraba en su tienda enfermo, al visitar Jesús a estos Reyes en su residencia, cerca de la Tierra prometida.Nombres de los Reyes Magos
Cada uno de los Reyes Magos llevaba consigo a cuatro parientes cercanos o amigos más íntimos, de modo que en el cortejo había como unas quince personas de alto rango sin contar la muchedumbre de camelleros y de otros criados. Reconocí a Eleazar, que más tarde fue mártir, entre los jóvenes que acompañaban a los Reyes. Tengo una reliquia de este santo. Estaban sin ropa hasta la cintura y así podían correr y saltar con mayor agilidad.
Mensor, el de los cabellos negros, fue bautizado más tarde por Santo Tomás y recibió el nombre de Leandro. Teokeno, el de tez amarilla, que se encontraba enfermo cuando pasó Jesús por Arabia, fue también bautizado por Santo Tomás con el nombre de León. El más moreno de los tres, que ya había muerto cuando Jesús visitó sus tierras, se llamaba Sair o Seir. Murió con el bautismo de deseo.
Estos nombres tienen relación con los de Gaspar, Melchor y Baltasar y están en relación con el carácter personal de ellos, pues estas palabras significan: el primero, "va con amor"; el segundo, "vaga en torno acariciando, se acerca dulcemente"; el tercero, "recibe velozmente con la voluntad, une rápidamente su querer a la voluntad de Dios".
Me parece haber encontrado reunido por primera vez el cortejo de los tres Reyes a una distancia como de medio día de viaje, más allá de la población en ruinas donde había visto tantas columnas y estatuas de piedra. El punto de reunión era una comarca fértil. Se veían casas de pastores diseminadas, construidas con piedras blancas y negras. Llegaron a una llanura, en medio de la cual había un pozo y amplios cobertizos: tres en el centro y varios alrededor. Parecía un sitio preparado para descanso de los caminantes. Cada acompañamiento estaba compuesto de tres grupos de hombres. Cada uno comprendía cinco personajes de distinción, entre ellos el rey o jefe, que ordenaba, arreglaba y distribuía todo como un padre de familia. Los hombres de cada grupo tenían tez de diferente color. Los hombres de la tribu de Mensor eran de un color moreno agradable; los de Sair eran mucho más morenos y los de Teokeno eran de tez más clara y amarillenta. A excepción de algunos esclavos, no había allí ninguno de piel totalmente negra. Las personas de distinción iban sentadas en sus cabalgaduras, sobre envoltorios cubiertos de alfombras y en la mano llevaban bastones. A éstos seguían otros animales del tamaño de nuestros caballos, montados por criados y esclavos que cargaban los equipajes.
Cuando llegaron, desmontaron, descargaron a los animales, les daban de beber del agua del pozo, rodeado de un pequeño terraplén, sobre el cual había un muro con tres entradas abiertas. En ese recinto se encontraba el pozo de agua en sitio más bajo. El agua salía por tres conductos que se cerraban por medio de clavijas y el depósito, a su vez, estaba cerrado con una tapa que fue abierta por uno de los hombres de aquella ciudad en ruinas, agregado al cortejo. Llevaban odres de cuero divididos en cuatro compartimentos, de modo que cuando estaban llenos podían beber cuatro camellos a la vez. Eran tan cuidadosos del agua, que no dejaban perder ni una gota.
Después de haber bebido fueron instalados los animales en recintos sin techo, cerca del pozo, donde cada uno tenía su compartimiento. Pusieron a las bestias delante de los comederos de piedra donde se les dio el forraje que habían traído. Les daban de comer unas semillas del tamaño de bellotas, quizás habas. Traían como equipaje jaulones colgando de ambos lados de las bestias, en los cuales tenían pájaros como palomas o pollos, de los cuales se alimentaban durante el viaje. En unos recipientes de hierro traían panes como tablitas apretadas unas contra otras del mismo tamaño. Llevaban vasos valiosos de metal amarillo, con adornos y piedras preciosas. Tenían la forma de nuestros vasos sagrados, cálices y patenas. En ellos presentaban los alimentos o bebían. Los bordes de estos vasos estaban adornados con piedras de color rojo.
Los vestidos de estos hombres no eran iguales. Los hombres de Teokeno y los de Mensor llevaban sobre la cabeza una especie de gorro alto, con tira de género blanco enrollado; sus túnicas bajaban a la altura de las pantorrillas y eran simples con ligeros adornos sobre el pecho. Tenían abrigos livianos, muy largos y amplios, que arrastraban al caminar. Sair y los suyos llevaban bonetes con cofias redondas bordadas de diferentes colores y pequeño rodete blanco. Sus abrigos eran más cortos y sus túnicas, llenas de lazos, con botones y adornos brillantes, descendían hasta las rodillas. A un lado del pecho llevaban por adorno una placa estrellada y brillante. Todos calzaban suelas sujetas por cordones que les rodeaban los tobillos. Los principales personajes tenían en la cintura sables cortos o grandes cuchillos; llevaban también bolsas y cajitas. Había entre ellos hombres de cincuenta años, de cuarenta, de veinte; unos usaban la barba larga, otros corta. Los servidores y camelleros vestían con tanta escasez, que muchos de ellos sólo llevaban un pedazo de género o algún viejo manto.
Cuando hubieron dado de beber a los animales y los encerraron, bebieron los hombres e hicieron un gran fuego en el centro del cobertizo donde se habían refugiado. Utilizaron para el fuego pedazos de madera de más o menos dos pies y medio de largo que los pobres del país traen en haces preparados de antemano para los viajeros. Hicieron una hoguera de forma triangular, dejando una abertura para el aire. Hicieron todo esto con mucha habilidad. No sé cómo consiguieron hacer fuego; pero vi que pusieron un pedazo de madera dentro de otro perforado y le dieron vueltas algún tiempo, retirándolo luego encendido. De este modo hicieron fuego. Asaron algunos pájaros que habían matado.
Los Reyes y los más ancianos hacían cada uno en su tribu lo que hace un padre de familia: repartían las raciones y daban a cada uno la suya; colocaban los pájaros asados, cortados en pedazos, sobre pequeños platos y los hacían circular. Llenaban las copas y daban de beber a cada uno. Los criados subalternos, entre ellos algunos negros, estaban sentados sobre tapetes en el suelo. Esperaban con paciencia su turno y recibían su porción. Me parecieron esclavos. ¡Qué admirables son la bondad y la simplicidad inocente de estos excelentes Reyes!... A la gente que va con ellos le dan de todo lo que tienen y hasta le hacen beber en sus vasos de oro, llevándolos a sus labios como si fueran niños.
Hoy he sabido muchas cosas acerca de los Reyes Magos, especialmente el nombre de sus países y ciudades; pero lo he olvidado casi todo. Aún recuerdo lo siguiente: Mensor, el moreno, era de Caldea y su ciudad tenía un nombre como Acaiaia: estaba levantada sobre una colina rodeada de un río. Mensor habitaba generalmente en la llanura cerca de sus rebaños. Sair, el más moreno, el de la tez cetrina, estaba ya con él preparado para partir en la noche del Nacimiento. Recuerdo que su patria tenía un nombre como Parthermo. Al Norte del país había un lago. Sair y su tribu eran de color más oscuro y tenían los labios rojos. Los otros eran más blancos. Sólo había una ciudad más o menos del tamaño de Münster. Teokeno, el blanco, venía de la Media, comarca situada en un lugar alto, entre dos mares. Habitaba en una ciudad hecha de carpas, alzadas sobre bases de piedras: he olvidado el nombre. Me parece que Teokeno, que era el más poderoso de los tres y el más rico, habría podido ir a Belén por un camino más directo y que sólo por reunirse con los demás había hecho un largo rodeo. Me parece que tuvo que atravesar a Babilonia para alcanzarlos.
Sair vivía a tres días de viaje del lugar de Mensor, calculando el día de doce leguas de camino. Teokeno se hallaba a cinco días de viaje. Mensor y Sair estaban ya reunidos en casa del primero cuando vieron la estrella del Nacimiento de Jesús y se pusieron en camino al día siguiente. Teokeno vio la misma aparición desde su residencia y partió rápidamente para reunirse con los dos Reyes, encontrándose en la población en ruinas.
La estrella que los guiaba era como un globo redondo y la luz salía como de una boca. Parecía que el globo estuviera suspendido de un rayo luminoso dirigido por una mano. Durante el día yo veía delante de ellos un cuerpo luminoso cuya claridad sobrepasaba la luz del sol. Me asombra la rapidez con que hicieron el viaje, considerando la gran distancia que los separaba de Belén. Los animales tenían un paso tan rápido y uniforme que su marcha parecía tan ordenada, veloz e igual como el vuelo de una bandada de aves de paso. Las comarcas donde habitaban los tres Reyes Magos formaban en conjunto un triángulo.
La caravana permaneció hasta la noche en el lugar donde los había visto detenerse. Las personas que se les agregaron, ayudaron a cargar de nuevo las bestias y se llevaron luego las cosas que dejaron abandonadas allí los viajeros. Cuando se pusieron en camino, ya era de noche y se veía la estrella, con una luz algo rojiza como la luna cuando hay mucho viento. Durante un tiempo marcharon junto a sus animales, con la cabeza descubierta, recitando sus plegarias. El camino estaba muy quebrado y no se podía ir de prisa; sólo más tarde, cuando el camino se hizo llano, subieron a sus cabalgaduras. Por momentos hacían la marcha más lenta y entonces entonaban unos cantos muy expresivos y conmovedores en medio de la soledad de la noche.
En la noche del 29 al 30 me encontré nuevamente muy próximo al cortejo de los Reyes. Estos avanzaban siempre en medio de la noche en pos de la estrella, que a veces parecía tocar la tierra con su larga cola luminosa. Los Reyes miran la estrella con tranquila alegría. A veces descienden de sus cabalgaduras para conversar entre ellos. Otras veces, con melodía lenta, sencilla y expresiva, cantan alternativamente frases cortas, sentencias breves, con notas muy altas o muy bajas. Hay algo extraordinariamente conmovedor en estos cantos, que interrumpe el silencio nocturno, y yo siento profundamente su significado.
Observan un orden muy hermoso mientras avanzan en su camino. Adelante marcha un gran camello que lleva de cada lado cofres, sobre los cuales hay amplias alfombras y encima está sentado un jefe con su venablo en la mano y una bolsa a su lado. Le siguen algunos animales más pequeños, como caballos o asnos y encima del equipaje, los hombres que dependen de este jefe. Viene después otro jefe sobre otro camello y así sucesivamente. Los animales andan con rapidez, a grandes trancos, aunque ponen las patas en tierra con precaución; sus cuerpos parecen inmóviles mientras sus patas están en movimiento. Los hombres se muestran muy tranquilos, como si no tuvieran, preocupaciones. Todo procede con tanta calma y dulzura que parece un sueño.
Estas buenas gentes no conocen aún al Señor y van hacia Él con tanto orden, con tanta paz y buena voluntad, mientras nosotros, a quienes Él ha salvado y colmado de beneficios con sus bondades, somos muy desordenados y poco reverentes en nuestras santas procesiones.
Se detuvieron nuevamente en una llanura cerca de un pozo. Un hombre que salió de una cabaña de la vecindad, abrió el pozo y dieron de beber a los animales, deteniéndose sólo un rato sin descargarlas. Estamos ya en el día 30. He vuelto a ver al cortejo ascendiendo una alta meseta. A la derecha se veían montañas y me pareció que se acercaban a una región con poblaciones, fuentes y árboles. Me pareció el país que había visto el año pasado, y aún recientemente, hilando y tejiendo algodón, donde adoraban ídolos en forma de toros. Volvieron a dar con mucha generosidad alimento a los numerosos viajeros que seguían a la comitiva; pero no utilizaron los platos y bandejas; lo que me causó alguna sorpresa. Era un sábado, primer día del mes.
LVI
Llegan al país del rey de Causur
He vuelto a ver a los Reyes en las inmediaciones de una ciudad, cuyo nombre me suena como Causur. Esta población se componía de carpas levantadas sobre bases de piedra. Se detuvieron en casa del jefe o rey del país, cuya habitación se encontraba a alguna distancia. Desde que se habían reunido en la población en ruinas hasta aquí, habían andado cincuenta y tres o sesenta y tres horas de camino.Llegan al país del rey de Causur
Contaron al rey del lugar todo lo que habían observado en las estrellas y este rey se asombró mucho del relato. Miró hacia el astro que les servía de guía y vio, en efecto, a un Niñito en él con una cruz. Pidió a los Reyes volvieran a contarle lo que vieren, porque él también deseaba levantar altares al Niño y ofrecerle sacrificios. Tengo curiosidad de ver si cumplirá su palabra.
Era Domingo, día 2. Oí que hablaban al rey de sus observaciones astrales, y de esa conversación recuerdo lo siguiente: Los antepasados de los Reyes eran de la estirpe de Job, que antiguamente había habitado cerca del Cáucaso, aunque tenía posesiones en comarcas muy lejanas. Más o menos 1500 años antes de Cristo, aquella raza no se componía más que de una tribu. El profeta Balaam era de su país y uno de sus discípulos había dado a conocer allí su profecía:
"Una estrella ha de nacer de Jacob"
dando las instrucciones al respecto. Su doctrina se había extendido mucho entre ellos. Levantaron una torre alta en una montaña y varios astrólogos se turnaban en ella alternativamente. He visto esa torre, parecida a una montaña, muy ancha en su base y terminada en punta. Todo lo que observaban era anotado y pasaba luego de boca en boca. Estas observaciones sufrieron repetidas interrupciones debido a diversas causas. Más tarde se introdujeron prácticas execrables, como el sacrificio de niños, aunque conservaban la creencia de que el Niño prometido llegaría pronto. Alrededor de cinco siglos antes de Cristo cesaron estas observaciones y aquellos hombres se dividieron en tres ramas diferentes, formadas por tres hermanos que vivieron separados con sus familias.
Tenían tres hijas a las que Dios había concedido el don de profecía, las cuales recorrieron el país vestidas de largos mantos, haciendo conocer las predicciones relativas a la estrella y al Niño que debía salir de Jacob. Se dedicaron desde entonces nuevamente a observar los astros y la expectación se hizo muy intensa en las tres tribus. Estos tres Reyes descendían de aquellos tres hermanos a través de quince generaciones que se habían sucedido en línea recta durante quinientos años. Con la mezcla de unas razas con otras había variado también la tez de estos tres Reyes, y en el color se diferenciaban unos de otros. Desde esos cinco siglos no habían dejado de reunirse los reyes de vez en cuando para observar los astros. Todos los hechos notables relacionados con el nacimiento de Jesús y el advenimiento del Mesías les habían sido indicados mediante las señales maravillosas de los astros. He visto algunas de estas señales, aunque no las puedo describir con claridad.
Desde la concepción de María Santísima, es decir, desde quince años atrás, estas señales indicaban con más claridad que la venida del Niño estaba próxima. Los Reyes habían observado cosas que tenían relación con la pasión del Señor. Pudieron calcular con exactitud la época en que saldría la estrella de Jacob, anunciada por Balaam, porque habían visto la escala de Jacob, y, según el número de escalones y la sucesión de los cuadros que allí se encontraban, era posible calcular el advenimiento del Mesías, como sobre un calendario, porque la extremidad de la escala llegaba hasta la estrella o bien la estrella misma era la última imagen aparecida.
En el momento de la concepción de María habían visto a la Virgen con un cetro y una balanza, sobre cuyos platillos había espigas de trigo y uvas. Algo más tarde vieron a la Virgen con el Niño. Belén se les apareció como un hermoso palacio, una casa llena de abundantes bendiciones. Vieron también allí dentro a la Jerusalén celestial, y entre las dos moradas se extendía una ruta llena de sombras, de espinas, de combate y de sangre. Ellos creyeron que esto debía tomarse al pie de la letra: pensaron que el Rey esperado debía haber nacido en medio de gran pompa y que todos los pueblos le rendirían homenaje, y por esto iban con gran acompañamiento a honrarle y a ofrecerle sus dones.
La visión de la Jerusalén celestial la tomaron por su reino en la tierra y pensaban encaminarse a esa ciudad. En cuanto al sendero lleno de sombras y espinas, pensaron que significaba el viaje que hacían lleno de dificultades o alguna guerra que amenazaba al nuevo Rey. Ignoraban que esto era el símbolo de la vía dolorosa de su Pasión. Más abajo, en la escala de Jacob, vieron, y yo también la vi, una torre artísticamente construida, muy semejante a las torres que veo sobre el monte de los Profetas, y donde la Virgen se refugió una vez durante una tormenta. Ya no recuerdo lo que esto significaba; pero podría ser la huida a Egipto. Sobre la escala de Jacob había una serie de cuadros, símbolos figurativos de la Virgen, algunos de los cuales se encuentran en las Letanías, y además "la fuente sellada", el jardín cerrado, como asimismo unas figuras de reyes entre los cuales uno tenía un cetro y los otros ramas de árboles.
Estos cuadros los veían en las estrellas continuamente durante las tres últimas noches. Fue entonces que el principal envió mensajes a los otros; y viendo a unos reyes que presentaban ofrendas al Niño recién nacido, se pusieron en camino para no ser los últimos en rendirle homenaje. Todas las tribus de los adoradores de astros habían visto la estrella; pero sólo estos Reyes Magos se decidieron a seguirla.
La estrella que los guiaba no era un cometa, sino un meteoro brillante, conducido por un ángel. Estas visiones fueron causa de que partieran con la esperanza de hallar grandes cosas, quedando después muy sorprendidos al no encontrar nada de lo que pensaban. Se admiraron de la recepción de Herodes y de que todo el mundo ignorase el acontecimiento. Al llegar a Belén y al ver una pobre gruta en lugar del palacio que habían contemplado en la estrella, estuvieron tentados por muchas dudas; no obstante, conservaron su fe, y ya ante el Niño Jesús, reconocieron que lo que habían visto en la estrella se estaba realizando.
Mientras observaban las estrellas hacían ayuno, oraciones, ceremonias y toda clase de abstinencias y purificaciones. El culto de los astros ejercía en la gente mala toda clase de influencias perniciosas por su relación con los espíritus malignos. En los momentos de sus visiones eran presas de convulsiones violentas, y como consecuencia de éstas agitaciones tenían lugar los sacrificios sangrientos de niños. Otras personas buenas, como los Reyes Magos, veían todas estas cosas con claridad serena y con agradable emoción, y se volvían mejores y más creyentes.
Cuando los Reyes dejaron a Causur, he visto que se unió a ellos una caravana de viajeros distinguidos que seguía el mismo derrotero. El 3 y el 4 del mes vi que atravesaban una llanura extensa, y el 5 se detuvieron cerca de un pozo de agua. Allí dieron de beber a sus bestias, sin descargarlas, y prepararon algunos alimentos. Canto con estos Reyes. Ellos lo hacen agradablemente, con palabras como éstas: "Queremos pasar las montañas y arrodillarnos ante el nuevo Rey". Improvisan y cantan versos alternativamente. Uno de ellos empieza y los otros repiten; luego otro dice una nueva estrofa, y así prosiguen, mientras cabalgan, cantando sus melodías dulces y conmovedoras.
En el centro de la estrella o, mejor, dentro del globo luminoso, que les indicaba el camino, vi aparecer un Niño con la cruz. Cuando los Reyes vieron la aparición de la Virgen en las estrellas, el globo luminoso se puso encima de esta imagen, poniéndose prontamente en movimiento.
LVII
La Virgen Santísima presiente la llegada de los Reyes
María había tenido una visión de la próxima llegada de los Reyes, cuando éstos se detuvieron con el rey de Causur, y vio también que este rey quería levantar un altar para honrar al Niño. Comunicólo a José y a Isabel, diciéndoles que sería preciso vaciar cuanto se pudiera la gruta del Pesebre y preparar la recepción de los Reyes. María se retiró ayer de la gruta por causa de unos visitantes curiosos, que acudieron muchos más en estos últimos días.La Virgen Santísima presiente la llegada de los Reyes
Hoy Isabel se volvió a Juta en compañía de un criado. En estos dos últimos días hubo más tranquilidad en la gruta del Pesebre y la Sagrada Familia permaneció sola la mayor parte del tiempo. Una criada de María, mujer de unos treinta años, grave y humilde, era la única persona que los acompañaba. Esta mujer, viuda, sin hijos, era parienta de Ana, quien le había dado asilo en su casa. Había sufrido mucho con su esposo, hombre duro, porque siendo ella piadosa y buena, iba a menudo a ver a los esenios con la esperanza del Salvador de Israel. El hombre se irritaba por esto, como hacen los hombres perversos de nuestros días, a quienes les parece que sus mujeres van demasiado a la iglesia. Después de haber abandonado a su mujer, murió al poco tiempo.
Aquellos vagabundos que, mendigando, habían proferido injurias y maldiciones cerca de la gruta de Belén, e iban a Jerusalén para la fiesta de la Dedicación del Templo, instituida por los Macabeos, no volvieron por estos contornos. José celebró el sábado bajo la lámpara del Pesebre con María y la criada. Esta noche empezó la fiesta de la Dedicación del Templo y reina gran tranquilidad. Los visitantes, bastante numerosos, son gentes que van a la fiesta. Ana envía a menudo mensajeros para traer presentes e inquirir noticias.
Como las madres judías no amamantan mucho tiempo a sus criaturas, sino que les dan otros alimentos, así el Niño Jesús tomaba también, después de los primeros días, una papilla hecha con la médula de una especie de caña. Es un alimento dulce, liviano y nutritivo. José enciende su lámpara por la noche y por la mañana para celebrar la fiesta de la Dedicación. Desde que ha empezado la fiesta en Jerusalén, aquí están muy tranquilos. Llegó hoy un criado mandado por Santa Ana trayendo, además de varios objetos, todo lo necesario para trabajar en un ceñidor y un cesto lleno de hermosas frutas cubiertas de rosas. Las flores puestas sobre las frutas conservaban toda su frescura. El cesto era alto y fino, y las rosas no eran del mismo color que las nuestras, sino de un tinte pálido y color de carne, entre otras amarillas y blancas y algunos capullos. Me pareció que le agradó a María este cesto y lo colocó a su lado.
Mientras tanto yo veía varias veces a los Reyes en su viaje. Iban por un camino montañoso, franqueando aquellas montañas donde había piedras parecidas a fragmentos de cerámica. Me agradaría tener algunas de ellas, pues son bonitas y pulidas. Hay algunas montañas con piedras transparentes, semejantes a huevos de pájaros, y mucha arena blancuzca. Más tarde vi a los Reyes en la comarca donde se establecieron posteriormente y donde Jesús los visitó en el tercer año de su predicación. Me pareció que José, deseando permanecer en Belén, pensaba habitar allí después de la Purificación de María y que había tomado ya informes al respecto.
Hace tres días vinieron algunas personas pudientes de Belén a la gruta. Ahora aceptarían de muy buena gana a la Sagrada Familia en sus casas; pero María se ocultó en la gruta lateral y José rehusó modestamente sus ofrecimientos. Santa Ana está por visitar a María. La he visto muy preocupada en estos últimos días revisando sus rebaños y haciendo la separación de la parte de los pobres y la del Templo. De la misma manera la Sagrada Familia reparte todo lo que recibe en regalos.
La festividad de la Dedicación seguía aún por la mañana y por la noche, y deben de haber agregado otra fiesta el día 13, pues pude ver que en Jerusalén hacían cambios en las ceremonias. Vi también a un sacerdote junto a José, con un rollo, orando al lado de una mesa pequeña cubierta con una carpeta roja y blanca. Me pareció que el sacerdote venía a ver si José celebraba la fiesta o para anunciar otra festividad.
En estos últimos días la gruta estuvo muy tranquila porque no tenía visitantes. La fiesta de la Dedicación terminó con el sábado, y José dejó de encender las lámparas. El domingo 16 y el lunes 17 muchos de los alrededores acudieron a la gruta del Pesebre, y aquellos mendigos descarados se mostraron en la entrada. Todos volvían de las fiestas de la Dedicación. El 17 llegaron dos mensajeros de parte de Ana, con alimentos y diversos objetos, y María, que es más generosa que yo, pronto distribuyó todo lo que tenía. Vi a José haciendo diversos arreglos en la gruta del pesebre, en las grutas laterales y en la tumba de Maraha. Según la visión que había tenido María, esperaban próximamente a Ana y a los Reyes Magos.
LVIII
El viaje de los Reyes Magos
He visto llegar hoy la caravana de los Reyes, por la noche, a una pobla ción pequeña con casas dispersas, algunas rodeadas de grandes vallas. Me parece que es éste el primer lugar donde se entra en la Judea. Aunque aquella era la dirección de Belén, los Reyes torcieron hacia la derecha, quizás por no hallar otro camino más directo. Al llegar allí su canto era más expresivo y animado; estaban más contentos porque la estrella tenía un brillo extraordinario: era como la claridad de la luna llena, y las sombras se veían con mucha nitidez. A pesar de todo, los habitantes parecían no reparar en ella. Por otra parte eran buenos y serviciales.El viaje de los Reyes Magos
Algunos viajeros habían desmontado y los habitantes ayudaban a dar de beber a las bestias. Pensé en los tiempos de Abrahán, cuando todos los hombres eran serviciales y benévolos. Muchas personas acompañaron a la comitiva de los Reyes Magos llevando palmas y ramas de árboles cuando pasaron por la ciudad. La estrella no tenía siempre el mismo brillo: a veces se oscurecía un tanto; parecía que daba más claridad según fueran mejores los lugares que cruzaban. Cuando vieron los Reyes resplandecer más a la estrella, se alegraron mucho pensando que sería allí donde encontrarían al Mesías. Esta mañana pasaron al lado de una ciudad sombría, cubierta de tinieblas, sin detenerse en ella, y poco después atravesaron un arroyo que se echa en el Mar Muerto. Algunas de las personas que los acompañaban se quedaron en estos sitios. He sabido que una de aquellas ciudades había servido de refugio a alguien en ocasión de un combate, antes que Salomón subiera al trono. Atravesando el torrente, encontraron un buen camino.
Esta noche volví a ver el acompañamiento de los Reyes que había aumentado a unas doscientas personas porque la generosidad de ellos había hecho que muchos se agregaran al cortejo. Ahora se acercaban por el Oriente a una ciudad cerca de la cual pasó Jesús, sin entrar, el 31 de Julio del segundo año de su predicación. El nombre de esa ciudad me pareció Manatea, Metanea, Medana o Madián. Había allí judíos y paganos; en general eran malos. A pesar de atravesarla una gran ruta, no quisieron entrar por ella los Reyes y pasaron frente al lado oriental para llegar a un lugar amurallado donde había cobertizos y caballerizas. En este lugar levantaron sus carpas, dieron de beber y comer a sus animales y tomaron también ellos su alimento.
Los Reyes se detuvieron allí el jueves 20 y el viernes 21 y se pusieron muy pesarosos al comprobar que allí tampoco nadie sabía nada del Rey recién nacido. Les oí relatar a los habitantes las causas porque habían venido, lo largo del viaje y varias circunstancias del camino. Recuerdo algo de lo que dijeron. El Rey recién nacido les había sido anunciado mucho tiempo antes. Me parece que fue poco después de Job, antes que Abrahán pasara a Egipto, pues unos trescientos hombres de la Media, del país de Job (con otros de diferentes lugares) habían viajado hasta Egipto llegando hasta la región de Heliópolis. No recuerdo por qué habían ido tan lejos; pero era una expedición militar y me parece que habían venido en auxilio de otros. Su expedición era digna de reprobación, porque entendí que habían ido contra algo santo, no recuerdo si contra hombres buenos o contra algún misterio religioso relacionado con la realización de la Promesa divina.
En los alrededores de Heliópolis varios jefes tuvieron una revelación con la aparición de un ángel que no les permitió ir más lejos. Este ángel les anunció que nacería un Salvador de una Virgen, que debía ser honrado por sus descendientes. Ya no sé cómo sucedió todo esto; pero volvieron a su país y comenzaron a observar los astros. Los he visto en Egipto organizando fiestas regocijantes, alzando allí arcos de triunfo y altares, que adornaban con flores, y después regresaron a sus tierras. Eran gentes de la Media, que tenían el culto de los astros. Eran de alta estatura, casi gigantes, de una hermosa piel morena amarillenta. Iban como nómadas con sus rebaños y dominaban en todas partes por su fuerza superior. No recuerdo el nombre de un profeta principal que se encontraba entre ellos. Tenían conocimiento de muchas predicciones y observaban ciertas señales trasmitidas por los animales. Si éstos se cruzaban en su camino y se dejaban matar, sin huir, era un signo para ellos y se apartaban de aquellos caminos.
Los Medos, al volver de la tierra de Egipto, según contaban los Reyes, habían sido los primeros en hablar de la profecía y desde entonces se habían puesto a observar los astros. Estas observaciones cayeron algún tiempo en desuso; pero fueron renovadas por un discípulo de Balaam y mil años después las tres profetisas, hijas de los antepasados de los tres Reyes, las volvieron a poner en práctica. Cincuenta años más tarde, es decir, en la época a que habían llegado, apareció la estrella que ahora seguían para adorar al nuevo Rey recién nacido. Estas cosas relataban los Reyes a sus oyentes con mucha sencillez y sinceridad, entristeciéndose mucho al ver que aquéllos no parecían querer prestar fe a lo que desde dos mil años atrás había sido el objeto de la esperanza y deseos de sus antepasados.
A la caída de la tarde se oscureció un poco la estrella a causa de algunos vapores, pero por la noche se mostró muy brillante entre las nubes que corrían, y parecía más cerca de la tierra. Se levantaron entonces rápidamente, despertaron a los habitantes del país y les mostraron el espléndido astro. Aquella gente miró con extrañeza, asombro y alguna conmoción el cielo; pero muchos se irritaron aun contra los santos Reyes, y la mayoría sólo trató de sacar provecho de la generosidad con que trataban a todos. Les oí también decir cosas referentes a su jornada hasta allí. Contaban el camino por jornadas a pie, calculando en doce leguas cada jornada. Montando en sus dromedarios, que eran más rápidos que los caballos, hacían treinta y seis leguas diarias, contando la noche y los descansos. De este modo, el Rey que vivía más lejos pudo hacer, en dos días, cinco veces las doce leguas que los separaban del sitio donde se habían reunido, y los que vivían más cerca podían hacer en un día y una noche tres veces doce leguas. Desde el lugar donde se habían reunido hasta aquí habían completado 672 leguas de camino, y para hacerlo, calculando desde el nacimiento de Jesucristo, habían empleado más o menos veinticinco días con sus noches, contando también los dos días de reposo.
La noche del viernes 21, habiendo comenzado el sábado para los judíos que habitaban allí, los Reyes prepararon su partida. Los habitantes del lugar habían ido a la sinagoga de un lugar vecino pasando sobre un puente hacia el Oeste. He visto que estos judíos miraban con gran asombro la estrella que guiaba a los Magos; pero no por eso se mostraron más respetuosos. Aquellos hombres desvergonzados estuvieron muy importunos, apretándose como enjambres de avispas alrededor de los Reyes, demostrando ser viles y pedigüeños, mientras los Reyes, llenos de paciencia, les daban sin cesar pequeñas piezas amarillas, triangulares, muy delgadas, y granos de metal oscuro. Creo por eso que debían ser muy ricos estos Reyes. Acompañados por los habitantes del lugar dieron vueltas a los muros de la ciudad, donde vi algunos templos con ídolos; más tarde atravesaron el torrente sobre un puente, y costearon la aldea judía. Desde aquí tenían un camino de veinticuatro leguas para llegar a Jerusalén.
LIX
Llegada de Santa Ana a Belén
He visto a Santa Ana con María de Helí, una criada, un servidor y dos asnos pasando la noche a poca distancia de Betania, de camino para Belén. José había completado los arreglos tanto en la gruta del Pesebre como en las grutas laterales, para recibir a los Reyes Magos, cuya llegada había anunciado María, mientras se hallaban en Causur, y también para hospedar a los venidos de Nazaret. José y María se habían retirado a otra gruta con el Niño, de modo que la del Pesebre se encontraba libre, no quedando en ella más que el asno. Si mal no recuerdo José había pagado ya el segundo de los impuestos hacía algún tiempo, y nuevas personas venidas de Belén para ver al Niño tuvieron la dicha de tomarlo en sus brazos. En cambio, cuando otras lo querían alzar, lloraba y volvía la cabeza.Llegada de Santa Ana a Belén
He visto a la Virgen tranquila en su nueva habitación discretamente arreglada: el lecho estaba contra la pared y el Niño Jesús se encontraba a su lado, en una cesta larga, hecha de cortezas, acomodada sobre una horqueta. Un tabique hecho de zarzos separaba el lecho de María y la cuna del Niño del resto de la gruta. Durante el día, para no estar sola, se sentaba delante del tabique con el Niño a su lado. José descansaba en otra parte retirada de la gruta. Lo he visto llevando alimentos a María, servidos en una fuente, como también ofrecerle un cantarillo con agua. Esta noche comenzaba un día de ayuno: todos los alimentos debían estar preparados para el día siguiente; el fuego estaba cubierto y las aberturas veladas.
Entretanto había llegado Santa Ana con la hermana mayor de María y una criada. Estas personas debían pasar la noche en la gruta de Belén: por eso la Sagrada Familia se había retirado a la gruta lateral. Hoy he visto a María que ponía el Niño en los brazos de Santa Ana. Esta se hallaba profundamente conmovida. Había traído consigo colchas, pañales y varios alimentos, y dormía en el mismo sitio donde había reposado Isabel. María le relató todo lo sucedido. Ana lloraba en compañía de María. El relato fue alegrado por las caricias del Niño Jesús. Hoy vi a la Virgen volver a la gruta del Pesebre y al pequeño Jesús acostado allí de nuevo. Cuando José y María se encuentran solos cerca del Niño, los veo a menudo ponerse en adoración ante Él. Hoy vi a Ana cerca del Pesebre con María en una actitud reverente, contemplando al Niño Jesús con sentimiento de gran fervor. No sé si las personas venidas con Ana habían pasado la noche en la gruta lateral o habían ido a otro lugar; creo que estaban en otro sitio.
Ana trajo diversos objetos para el Niño y la Madre. María ha recibido ya muchas cosas desde que se encuentra aquí; pero todo sigue pareciendo muy pobre porque María reparte lo que no es absolutamente necesario. Le dijo a Ana que los Reyes llegarían muy pronto y que su llegada causaría gran impresión. Esta misma noche, después de terminado el Sábado, vi que Ana con sus acompañantes se retiró de la compañía de María, durante la estadía de los Reyes, a casa de su hermana casada, para volver después. Ya no recuerdo el nombre de la población, de la tribu de Benjamín, que se compone de algunas casas, en una llanura y se encuentra a media legua del último lugar del alojamiento de la Santa Familia en su viaje a Belén.
LX
Llegada de los Reyes Magos a Jerusalén
La comitiva de los Reyes partió de noche de Metanea y tomó un camino muy transitable, y aunque los viajeros no entraron ni atravesaron ninguna otra ciudad, pasaron a lo largo de las aldeas donde Jesús más tarde enseñó, curó a enfermos y bendijo a los niños al finalizar el mes de Junio del tercer año de su predicación. Betabara era uno de esos sitios adonde llegaron una mañana temprano para pasar el Jordán. Como era sábado encontraron pocas persona en el camino. Esta mañana vi la caravana de los Reyes que pasaba el Jordán a las siete. Comúnmente se cruzaba el río sirviéndose de un aparato fabricado con vigas; pero para los grandes pasajes, con cargas pesadas, se hacía por una especie de puente. Los boteros que vivían cerca del puente hacían este trabajo mediante una paga; pero como era sábado y no podían trabajar, tuvieron que ocuparse los mismos viajeros, cooperando algunos hombres paganos ayudantes de los boteros judíos. La anchura del Jordán no era mucha en este lugar y además estaba lleno de bancos de arena. Sobre las vigas, por donde se cruzaba de ordinario, fueron colocadas algunas planchas, haciendo pasar a los camellos por encima. Demoró mucho antes que todos hubieron pasado a la orilla opuesta del río.Llegada de los Reyes Magos a Jerusalén
Dejando a Jericó a la derecha van en dirección de Belén; pero se desvían hacia la derecha para ir a Jerusalén. Hay como un centenar de hombres con ellos. Veo de lejos una ciudad conocida: es pequeña y se halla cerca de un arroyuelo que corre de Oeste a Este a partir de Jerusalén, y me parece que han de pasar por esta ciudad. Por algún tiempo el arroyo corre a la izquierda de ellos y según sube o baja el camino. Unas veces se ve a Jerusalén, otras veces no se la puede ver. Al fin se desviaron en dirección a Jerusalén y no pasaron por la pequeña ciudad.
El Sábado 22, después de la terminación de la fiesta, la caravana de los Reyes llegó a las puertas de Jerusalén. He visto la ciudad con sus altas torres levantadas hacia el cielo. La estrella que los había guiado casi había desaparecido y sólo daba una débil luz detrás de la ciudad. A medida que entraban en la Judea y se acercaban a Jerusalén, los Reyes iban perdiendo confianza, porque la estrella no tenía ya el brillo de antes y aún la veían con menos frecuencia en esta comarca. Habían pensado encontrar en todas partes festejos y regocijo por el Nacimiento del Salvador, a causa de quien habían venido desde tan lejos y no veían en todas partes más que indiferencia y desdén. Esto les entristecía y les inquietaba, y pensaban haberse equivocado en su idea de encontrar al Salvador.
La caravana podía ser ahora de unas doscientas personas y, ocupaba más o menos el trayecto de un cuarto de legua. Ya desde Causur se les había agregado cierto número de personas distinguidas y otras se unieron a ellos más tarde. Los tres Reyes iban sentados sobre tres dromedarios y otros tres de estos animales llevaban el equipaje. Cada Rey tenía cuatro hombres de su tribu; la mayor parte de los acompañantes montaban sobre cabalgaduras muy rápidas, de airosas cabezas. No sabría decir si eran asnos o caballos de otra raza, pero se parecían mucho a nuestros caballos. Los animales que utilizaban las personas más distinguidas tenían bellos arneses y riendas, adornados de cadenas y estrellas de oro. Algunos del séquito de los Reyes se desprendieron del cortejo y entraron en la ciudad, regresando con soldados y guardianes.
La llegada de una caravana tan numerosa en una época en que no se celebraba fiesta alguna, y no siendo por razones de comercio, y llegando por el camino que llegaban, era algo muy extraordinario. A todas las preguntas que se les hacía respondían hablando de la estrella que los había guiado y del Niño recién Nacido. Nadie comprendía nada de este lenguaje, y los Reyes se turbaron mucho, pensando que tal vez se habían equivocado, puesto que no encontraban a uno siquiera que supiese algo relacionado con el Niño Salvador del mundo, Nacido allí, en sus tierras. Todos miraban con sorpresa a los Reyes, sin comprender el por qué de su venida ni lo que buscaban.
Cuando estos guardianes de la puerta vieron la generosidad con que trataban los Reyes a los mendigos que se acercaban, y cuando oyeron decir que deseaban alojamiento, que pagarían bien, y que entretanto deseaban hablar al rey Herodes, algunos entraron en la ciudad y se sucedió una serie de idas y venidas, de mensajeros y de explicaciones, mientras los Reyes se entretenían con toda la suerte de gentes que se les había acercado. Algunos de estos hombres habían oído hablar de un Niño Nacido en Belén; pero no podían siquiera pensar que pudiera tener relación con la venida de los Reyes, sabiendo que se trataba de padres pobres y sin importancia. Otros se burlaban de la credulidad de los Reyes.
Conforme a los mensajes que traían los hombres de la ciudad, comprendieron que Herodes nada sabía del Niño. Como tampoco habían contado con encontrarse con el rey Herodes, se afligieron mucho más y se inquietaron sumamente, no sabiendo qué actitud tomar en presencia del rey ni qué iban a decirle. Con todo, a pesar de su tristeza, no perdieron el ánimo y se pusieron a rezar. Volvió el ánimo a su atribulado espíritu y se dijeron unos a otros: "Aquél que nos ha traído hasta aquí con tanta celeridad, por medio de la luz de la estrella, Ése mismo podrá guiarnos de nuevo hasta nuestras casas".
Al fin regresaron los mensajeros, y la caravana fue conducida a lo largo de los muros de la ciudad, haciéndola entrar por una puerta situada no lejos del Calvario. Los llevaron a un gran patio redondo rodeado de caballerizas, con alojamientos no lejos de la plaza del pescado, en cuya entrada encontraron algunos guardianes. Los animales fueron llevados a las caballerizas y los hombres se retiraron bajo cobertizos, junto a una fuente que había en medio del gran patio. Este patio, por uno de sus costados tocaba con una altura; por los otros estaba abierto, con árboles delante. Llegaron después unos empleados, quizás aduaneros, que de dos en dos inspeccionaron los equipajes de los viajeros con sus linternas.
El palacio de Herodes estaba más arriba, no lejos de este edificio, y pude ver el camino que llevaba hasta él iluminado con linternas y faroles colocados sobre perchas. Herodes envió a un mensajero encargado de conducirle en secreto a su palacio al rey Teokeno. Eran las diez de la noche. Teokeno fue recibido en una sala del piso bajo por un cortesano de Herodes, que le interrogó sobre el objeto de su viaje. Teokeno dijo con simplicidad todo lo que se le preguntaba y rogó al hombre que preguntara al rey Herodes dónde había nacido el Niño, Rey de los Judíos, y dónde se hallaba, ya que habían visto su estrella y habían venido tras de ella. El cortesano llevó su informe a Herodes, que se turbó mucho al principio; pero disimulando su malcontento hizo responder que deseaba tener más datos relativos sobre ese suceso y que entretanto instaba a los reyes a que descansasen, añadiendo que al día siguiente hablaría con ellos y les daría a conocer todo lo que lograse saber sobre el asunto.
Volvió Teokeno y no pudo dar a sus compañeros noticias consoladoras; por otra parte, no se les había preparado nada para que pudiesen reposar y mandaron rehacer muchos fardos que habían sido abiertos. Durante aquella noche no pudieron descansar y algunos de ellos andaban de un lado a otro como buscando la estrella que los había guiado. Dentro de la ciudad de Jerusalen había gran quietud y silencio; pero en torno de los Reyes había agitación, y en el patio se tomaban y daban toda clase de informes. Los Reyes pensaban que Herodes lo sabía todo perfectamente, pero que trataba de ocultarles la verdad.
Se celebraba una gran fiesta esa noche en el palacio de Herodes al tiempo de la visita de Teokeno, porque veía las salas iluminadas. Iban y venían toda clase de hombres y mujeres ataviadas sin decencia alguna. Las preguntas de Teokeno sobre el rey recién Nacido turbaron el ánimo de Herodes, el cual llamó en seguida a su palacio a los príncipes, a los sacerdotes y a los escribas de la Ley. Los he visto acudir al palacio antes de la media noche con rollos escritos. Traían sus vestiduras sacerdotales, llevaban condecoraciones sobre el pecho y cinturones con letras bordadas. Había unos veinte de estos personajes en torno de Herodes, que preguntó dónde debía ser el lugar del Nacimiento del Mesías. Los vi cómo abrían sus rollos y mostraban con el dedo pasajes de la Escritura:
"Debe nacer en Belén de Judá, porque así está escrito en el profeta Miqueas. Y tú Belén, no eres la más mínima entre los príncipes de Judá, pues de ti ha de nacer el jefe que gobernará mi pueblo en Israel".
Después vi a Herodes con algunos de ellos paseando por la terraza del palacio, buscando inútilmente la estrella de la que había hablado Teokeno. Se mostraba muy inquieto. Los sacerdotes y escribas le hicieron largos razonamientos diciendo que no debía hacer caso ni dar importancia a las palabras de los Reyes Magos, añadiendo que aquellas gentes son amigas de lo maravilloso y se imaginan siempre grandes fantasías con sus observaciones estelares. Decían que si algo hubiera habido en realidad se hubiera sabido en el Templo y en la ciudad santa, y que ellos no podrían haberlo ignorado.
En esta mañana muy temprano Herodes hizo llevar al palacio, en secreto, a los Reyes. Fueron recibidos bajo una arcada y conducidos luego a una sala, donde he visto ramas verdes con flores en vasos y refrescos para beber. Después de algún tiempo apareció Herodes. Los Magos se inclinaron ante él y pasaron a interrogarle sobre el Rey de los Judíos recién Nacido. Herodes ocultó su gran turbación y se mostró contento de la noticia. Vi que estaban con él algunos de los escribas. Herodes preguntó algunos detalles sobre lo que habían visto, y el Rey Mensor describió la última aparición que habían tenido antes de partir. Era, dijo, una Virgen y delante de Ella un Niño, de cuyo costado derecho había brotado una rama luminosa; luego, sobre ésta había aparecido una torre con varias puertas. La torre se transformó en una gran ciudad, sobre la cual se manifestó el Niño con una corona, una espada y un cetro, como si fuese Rey. Después de esto se vieron ellos mismos, como también todos los
reyes del mundo, postrados delante de ese Niño en acto de adoración; pues poseía un imperio delante del cual todos los demás imperios debían someterse; y así en esta forma describió lo que habían visto.
Herodes les habló de una profecía que hablaba de algo parecido sobre Belén de Efrata; les dijo que fueran secretamente allá y cuando hubiesen encontrado al Niño volvieran a decirle el resultado, para que él también pudiera ir a adorarle. Los Reyes no tocaron los alimentos que se les había preparado y volvieron a su alojamiento. Era muy temprano, casi al amanecer, pues he visto todavía las linternas encendidas delante del palacio de Herodes. Herodes conferenció con ellos en secreto para que no se hiciera público el acontecimiento. Al aclarar del todo prepararon la partida. La gente que los había acompañado hasta Jerusalén se hallaba ya dispersa por la ciudad desde la víspera.
El ánimo de Herodes estaba en aquellos días lleno de descontento e irritación. Al tiempo del Nacimiento de Jesucristo se encontraba en su castillo, cerca de Jericó, y había ordenado hacía poco un cobarde asesinato. Había colocado en puestos altos del Templo a gente que le referían todo lo que allí se hablaba, para que denunciasen a los que se oponían a sus designios. Un hombre justo y honrado, alto empleado en el Templo, era el principal de los que consideraba él como sus adversarios. Herodes con fingimiento lo invitó a que fuera a verlo a Jericó y lo hizo atacar y asesinar en el camino, achacando ese crimen a algunos asaltantes.
Algunos días después de esto fue a Jerusalén para tomar parte en la fiesta de la Dedicación del Templo, que tenía lugar el 25 del mes de Casleu y allí se encontró enredado en un asunto muy desagradable. Queriendo congraciarse con los judíos había mandado hacer una estatua o figura de cordero o más bien de cabrito, porque tenía cuernos, para que fuera colocada en la puerta que llevaba del patio de las mujeres al de las inmolaciones. Hizo esto de su propia iniciativa, pensando que los judíos se lo agradecerían; pero los sacerdotes se opusieron tenazmente a ello, aunque los amenazó con hacerles pagar una multa por su resistencia. Ellos replicaron que pagarían, pero que no toleraban esa imagen contraria a las prescripciones de la Ley. Herodes se irritó mucho y pretendió colocarla ocultamente; pero al llevarla, un israelita muy celoso tomó la imagen y la arrojó al suelo, quebrándola en dos pedazos. Se promovió un gran tumulto y Herodes hizo encarcelar al hombre. Todo esto lo había irritado mucho y estaba arrepentido de haber ido a la fiesta; sus cortesanos trataban de distraerlo y divertirlo. En este estado de ánimo lo encontró la noticia del Nacimiento de Cristo.
En Judea hacía tiempo que hombres piadosos vivían, en la esperanza de que pronto había de llegar el Mesías y los sucesos acontecidos en el Nacimiento del Niño se habían divulgado por medio de los pastores. Con todo, muchas personas importantes oían estas cosas como fábulas y vanas palabras y el mismo Herodes había oído hablar y enviado secretamente algunos hombres a tomar informes de lo que se decía. Estos emisarios estuvieron, en efecto, tres días después de haber nacido Jesús y luego de haber conversado con José, declararon, como hombres orgullosos, que todo era cosa sin importancia: que en la gruta no había más que una pobre familia de la cual no valía la pena que nadie se ocupara. El orgullo que los dominaba les había impedido interrogar seriamente a José desde un principio, tanto más que llevaban orden de proceder en el mayor secreto, sin llamar la atención.
Cuando de pronto llegaron los Reyes Magos con su numeroso séquito, Herodes se llenó de nuevas inquietudes, ya que estos hombres venían de lejos y todo esto era más que rumores sin importancia. Como hablaran los Reyes con tanta convicción del Rey recién Nacido, fingió Herodes deseos de ir a ofrecerle sus homenajes, lo cual alegró mucho a los Reyes, creyéndolo bien dispuesto. La ceguera del orgullo de los escribas no acabó de tranquilizarlo y el interés de conservar en secreto este asunto fue causa de la conducta que observó. No hizo objeciones a lo que decían los Reyes, no hizo perseguir en seguida al Niño para no exponerse a las críticas de un pueblo difícil de gobernar y resolvió recabar por medio de ellos noticias más exactas para tomar luego las medidas del caso.
Como los Reyes, advertidos por Dios, no volvieron a dar noticias, hizo explicar que la huida de los Reyes era consecuencia de la ilusión mentirosa que habían sufrido y que no se habían atrevido a comparecer de nuevo, porque estaban avergonzados del engaño en que habían caído y al que habían querido arrastrar a los demás. Mandaba decir: "¿Qué razones podían tener para salir clandestinamente después de haber sido recibidos aquí en forma tan amistosa?..." De este modo Herodes trató de adormecer este asunto disponiendo que en Belén nadie se pusiese en relación con esa Familia, de la que se había hablado tanto, ni recoger los rumores e invenciones que se propalaban para extraviar los espíritus.
Habiendo vuelto quince días más tarde la Sagrada Familia a Nazaret, se dejó pronto de hablar de cosas de las cuales la multitud no había tenido más que conocimientos vagos, y las gentes piadosas, por otro lado, llenas de esperanza, guardaban un discreto silencio. Cuando pareció que todo quedaba olvidado, pensó entonces Herodes en deshacerse del Niño y supo que la Familia había dejado a Nazaret, llevándose al Niño. Lo hizo buscar durante bastante tiempo; pero habiendo perdido toda esperanza de encontrarlo, creció mayormente su inquietud y determinó ejecutar la medida extrema de la matanza de los niños. Tomó en esta ocasión todas sus medidas y envió tropas de antemano a los lugares donde podía temerse una sublevación. Creo que la matanza se hizo en siete lugares diferentes.
LXII
Viaje de los Reyes de Jerusalén a Belén
Veo la caravana de los Reyes junto a una puerta situada al Mediodía. Un grupo de hombres los acompañaba hasta un arroyo delante de la ciudad, y luego volvieron. No bien habían pasado el arroyo, se detuvieron buscando con los ojos la estrella en el firmamento. Habiéndola visto prorrumpieron en exclamaciones de alegría y continuaron su marcha cantando sus melodías. La estrella no los llevaba en línea recta sino que se desviaba algo hacia el Oeste. Pasaron frente a una pequeña ciudad, que conozco muy bien; se detuvieron detrás de ella, y oraron mirando hacia el Mediodía, en un paraje ameno cerca de un caserío. En este lugar, delante de ellos, surgió un manantial de agua, que los llenó de contento. Bajando de sus cabalgaduras cavaron para esta fuente un pilón, rodeándolo de piedras, arena y césped. Durante varias horas se detuvieron allí dando de beber y alimentando a sus bestias. También tomaron su alimento, ya que en Jerusalén no habían podido descansar ni comer debido a las preocupaciones de la llegada. He visto más tarde que Jesucristo se detuvo varias veces junto a esta fuente en compañía de sus discípulos.Viaje de los Reyes de Jerusalén a Belén
La estrella, que brillaba en la noche como un globo de fuego, se parecía ahora más bien a la luna cuando se la ve de día; no era perfectamente redonda, sino que parecía recortada y a menudo estaba oculta entre las nubes. En el camino de Belén a Jerusalén había mucho movimiento de caminantes con equipajes y animales de carga. Eran personas que volvían quizás de Belén después de pagar los impuestos, o que iban a Jerusalén al mercado o para visitar el Templo. Esto sucedía en el camino principal; pero el sendero de los Reyes estaba solitario, y Dios los guiaba por allí sin duda para que pudieran llegar de noche a Belén y no llamar demasiado la atención.
Se pusieron en camino cuando el sol estaba muy bajo; marchaban en el orden con que habían venido. Mensor, el más joven, iba delante; luego Sair, el cetrino, y por último, Teokeno, el blanco, por ser de más edad. Hoy, a la hora del crepúsculo, he visto a la caravana de los Reyes llegando a Belén, cerca de aquel edificio donde José y María se habían hecho inscribir y que había sido la casa solariega de la familia de David. Quedan sólo algunos restos de los muros del edificio que había pertenecido a los padres de José. Era una casa grande rodeada de otras menores, con un patio cerrado, delante del cual había una plaza con árboles y una fuente. Vi soldados romanos en esta plaza, porque la casa se había convertido en una oficina de impuestos.
Al llegar la caravana cierto número de curiosos se agolpó en torno de los viajeros. La estrella había desaparecido de nuevo y esto inquietaba a los Reyes. Se acercaron algunos hombres dirigiéndoles preguntas. Ellos bajaron de sus cabalgaduras y desde la casa he visto que acudían empleados a su encuentro, llevando palmas en las manos y ofreciéndoles refrescos: era la costumbre de recibir a los extranjeros distinguidos. Yo pensaba para mí: "Son mucho más amables de lo que lo fueron con el pobre José; sólo porque éstos distribuían monedas de oro". Les dijeron que el valle de los pastores era apropiado para levantar las carpas, y ellos quedaron algún tiempo indecisos. No les he oído preguntar nada del Rey y Niño recién Nacido. Aún sabiendo que Belén era el lugar designado por las profecías, ellos, recordando lo que Herodes les había encargado, temían llamar la atención con sus preguntas.
Poco después vieron brillar en el cielo un meteoro, sobre Belén: era semejante a la luna cuando aparece. Montaron en sus cabalgaduras, y costeando un foso y unos muros en ruina dieron la vuelta a Belén por el Mediodía y se dirigieron al Oriente, en dirección a la gruta del Pesebre, que abordaron por el costado de la llanura, donde los ángeles se habían aparecido a los pastores.
LXIII
La adoración de los Reyes Magos
Se apearon al llegar cerca de la gruta de la tumba de Maraña, en el valle, detrás de la gruta del Pesebre. Los criados desliaron muchos paquetes, levantaron una gran carpa e hicieron otros arreglos con la ayuda de algunos pastores que les señalaron los lugares más apropiados. Se encontraba ya en parte arreglado el campamento cuando los Reyes vieron la estrella aparecer brillante y muy clara sobre la colina del Pesebre, dirigiendo hacia la gruta sus rayos en línea recta. La estrella estaba muy crecida y derramaba mucha luz; por eso la miraban con grande asombro. No se veía casa alguna por la densa oscuridad, y la colina aparecía en forma de una muralla. De pronto vieron dentro de la luz la forma de un Niño resplandeciente y sintieron extraordinaria alegría. Todos procuraron manifestar su respeto y veneración.La adoración de los Reyes Magos
Los tres Reyes se dirigieron a la colina, hasta la puerta de la gruta. Mensor la abrió, y vio su interior lleno de luz celestial, y a la Virgen, en el fondo, sentada, teniendo al Niño tal como él y sus compañeros la habían contemplado en sus visiones. Volvió para contar a sus compañeros lo que había visto. En esto José salió de la gruta acompañado de un pastor anciano y fue a su encuentro. Los tres Reyes le dijeron con simplicidad que habían venido para adorar al Rey de los Judíos recién Nacido, cuya estrella habían observado, y querían ofrecerle sus presentes. José los recibió con mucho afecto. El pastor anciano los acompañó hasta donde estaban los demás y les ayudó en los preparativos, juntamente con otros pastores allí presentes.
Los Reyes se dispusieron para una ceremonia solemne. Les vi revestirse de mantos muy amplios y blancos, con una cola que tocaba el suelo. Brillaban con reflejos, como si fueran de seda natural; eran muy hermosos y flotaban en torno de sus personas. Eran las vestiduras para las ceremonias religiosas. En la cintura llevaban bolsas y cajas de oro colgadas de cadenillas, y cubríanlo todo con sus grandes mantos. Cada uno de los Reyes iba seguido por cuatro personas de su familia, además, de algunos criados de Mensor que llevaban una pequeña mesa, una carpeta con flecos y otros objetos.
Los Reyes siguieron a José, y al llegar bajo el alero, delante de la gruta, cubrieron la mesa con la carpeta y cada uno de ellos ponía sobre ella las cajitas de oro y los recipientes que desprendían de su cintura. Así ofrecieron los presentes comunes a los tres. Mensor y los demás se quitaron las sandalias y José abrió la puerta de la gruta. Dos jóvenes del séquito de Mensor, que le precedían, tendieron una alfombra sobre el piso de la gruta, retirándose después hacia atrás, siguiéndoles otros dos con la mesita donde estaban colocados los presentes. Cuando estuvo delante de la Santísima Virgen, el rey Mensor depositó estos presentes a sus pies, con todo respeto, poniendo una rodilla en tierra. Detrás de Mensor estaban los cuatro de su familia, que se inclinaban con toda humildad y respeto.
Mientras tanto Sair y Teokeno aguardaban atrás, cerca de la entrada de la gruta. Se adelantaron a su vez llenos de alegría y de emoción, envueltos en la gran luz que llenaba la gruta, a pesar de no haber allí otra luz que el que es Luz del mundo. María se hallaba como recostada sobre la alfombra, apoyada sobre un brazo, a la izquierda del Niño Jesús, el cual estaba acostado dentro de la gamella, cubierta con un lienzo y colocada sobre una tarima en el sitio donde había nacido.
Cuando entraron los Reyes la Virgen se puso el velo, tomó al Niño en sus brazos, cubriéndolo con un velo amplio. El rey Mensor se arrodilló y ofreciendo los dones pronunció tiernas palabras, cruzó las manos sobre el pecho, y con la cabeza descubierta e inclinada, rindió homenaje al Niño. Entre tanto María había descubierto un poco la parte superior del Niño, quien miraba con semblante amable desde el centro del velo que lo envolvía. María sostenía su cabecita con un brazo y lo rodeaba con el otro. El Niño tenía sus manecitas juntas sobre el pecho y las tendía graciosamente a su alrededor. ¡Oh, qué felices se sentían aquellos hombres venidos del Oriente para adorar al Niño Rey!
Viendo esto decía entre mí: "Sus corazones son puros y sin mancha; están llenos de ternura y de inocencia como los corazones de los niños inocentes y piadosos. No se ve en ellos nada de violento, a pesar de estar llenos del fuego del amor". Yo pensaba: "Estoy muerta; no soy más que un espíritu: de otro modo no podría ver estas cosas que ya no existen, y que, sin embargo, existen en este momento. Pero esto no existe en el tiempo, porque en Dios no hay tiempo: en Dios todo es presente. Yo debo estar muerta; no debo ser más que un espíritu". Mientras pensaba estas cosas, oí una voz que me dijo: "¿Qué puede importarte todo esto que piensas?... Contempla y alaba a Dios, que es Eterno, y en Quien todo es eterno".
Vi que el rey Mensor sacaba de una bolsa, colgada de la cintura, un puñado de barritas compactas del tamaño de un dedo, pesadas, afiladas en la extremidad, que brillaban como oro. Era su obsequio. Lo colocó humildemente sobre las rodillas de María, al lado del Niño Jesús. María tomó el regalo con un agradecimiento lleno de sencillez y de gracia, y lo cubrió con el extremo de su manto. Mensor ofrecía las pequeñas barras de oro virgen, porque era sincero y caritativo, buscando la verdad con ardor constante e inquebrantable.
Después se retiró, retrocediendo, con sus cuatro acompañantes; mientras Sair, el rey cetrino, se adelantaba con los suyos y se arrodillaba con profunda humildad, ofreciendo su presente con expresiones muy conmovedoras. Era un recipiente de incienso, lleno de pequeños granos resinosos, de color verde, que puso sobre la mesa, delante del Niño Jesús. Sair ofreció incienso porque era un hombre que se conformaba respetuosamente con la Voluntad de Dios, de todo corazón y seguía esta voluntad con amor. Se quedó largo rato arrodillado, con gran fervor.
Se retiró y se adelantó Teokeno, el mayor de los tres, ya de mucha edad. Sus miembros algo endurecidos no le permitían arrodillarse: permaneció de pie, profundamente inclinado, y puso sobre la mesa un vaso de oro que tenía una hermosa planta verde. Era un arbusto precioso, de tallo recto, con pequeñas ramitas crespas coronadas de hermosas flores blancas: la planta de la mirra. Ofreció la mirra por ser el símbolo de la mortificación y de la victoria sobre las pasiones, pues este excelente hombre había sostenido lucha constante contra la idolatría, la poligamia y las costumbres estragadas de sus compatriotas. Lleno de emoción estuvo largo tiempo con sus cuatro acompañantes ante el Niño Jesús.
Yo tenía lástima por los demás que estaban fuera de la gruta esperando turno para ver al Niño. Las frases que decían los Reyes y sus acompañantes estaban llenas de simplicidad y fervor. En el momento de hincarse y ofrecer sus dones decían más o menos lo siguiente: "Hemos visto su estrella; sabemos que Él es el Rey de los Reyes; venimos a adorarle, a ofrecerle nuestros homenajes y nuestros regalos". Estaban como fuera de sí, y en sus simples e inocentes plegarias encomendaban al Niño Jesús sus propias personas, sus familias, el país, los bienes y todo lo que tenía para ellos algún valor sobre la tierra. Le ofrecían sus corazones, sus almas, sus pensamientos y todas sus acciones. Pedían inteligencia clara, virtud, felicidad, paz y amor. Se mostraban llenos de amor y derramaban lágrimas de alegría, que caían sobre sus mejillas y sus barbas. Se sentían plenamente felices. Habían llegado hasta aquella estrella, hacia la cual desde miles de años sus antepasados habían dirigido sus miradas y sus ansias, con un deseo tan constante. Había en ellos toda la alegría de la Promesa realizada después de tan largos siglos de espera.
María aceptó los presentes con actitud de humilde acción de gracias. Al principio no decía nada: sólo expresaba su reconocimiento con un simple movimiento de cabeza, bajo el velo. El cuerpecito del Niño brillaba bajo los pliegues del manto de María. Después la Virgen dijo palabras humildes y llenas de gracia a cada uno de los Reyes, y echó su velo un tanto hacia atrás.
Aquí recibí una lección muy útil. Yo pensaba: "¡Con qué dulce y amable gratitud recibe María cada regalo! Ella, que no tiene necesidad de nada, que tiene a Jesús, recibe los dones con humildad. Yo también recibiré con gratitud todos los regalos que me hagan en lo futuro". ¡Cuánta bondad hay en María y en José! No guardaban casi nada para ellos, todo lo distribuían entre los pobres.
LXIV
La adoración de los servidores de los Reyes
Terminada la adoración del Niño, los Reyes se volvieron a sus carpas con sus acompañantes. Los criados y servidores se dispusieron a entrar en la gruta. Habían descargado los animales, levantado las tiendas, ordenado todo; esperaban ahora pacientemente delante de la puerta con mucha humildad. Eran más de treinta; había algunos niños que llevaban apenas unos paños en la cintura y un manto. Los servidores entraban de cinco en cinco en compañía de un personaje principal, al cual servían; se arrodillaban delante del Niño y lo adoraban en silencio. Al final entraron todos los niños, que adoraron al Niño Jesús con su alegría inocente.La adoración de los servidores de los Reyes
Los criados no permanecieron mucho tiempo en la gruta, porque los Reyes volvieron a hacer otra entrada más solemne. Se habían revestido con mantos largos y flotantes, llevando en las manos incensarios. Con gran respeto incensaron al Niño, a la Madre, a José y a toda la gruta del Pesebre. Después de haberse inclinado profundamente, se retiraron. Esta era la forma de adoración que tenía la gente de ese país.
Durante todo este tiempo María y José se hallaban llenos de dulce alegría. Nunca los había visto así: derramaban a menudo lágrimas de contento, pues los consolaba inmensamente al ver los honores que rendían los Reyes al Niño Jesús, a quien ellos tenían tan pobremente alojado, y cuya suprema dignidad conocían en sus corazones. Se alegraban de que la Divina Providencia, no obstante la ceguera de los hombres, había dispuesto y preparado para el Niño de la Promesa lo que ellos no podían darle, enviando desde lejanas tierras a los que le rendían la adoración debida a su dignidad, cumplida por los poderosos de la tierra con tan santa munificencia. Adoraban al Niño Jesús juntamente con los santos Reyes y se alegraban de los homenajes ofrecidos al Niño Dios.
Las tiendas de los visitantes estaban levantadas en el valle, situado detrás de la gruta del Pesebre hasta la gruta de Maraha. Los animales estaban atados a estacas enfiladas, separados por medio de cuerdas. Cerca de la carpa más grande, al lado de la colina del Pesebre, había un espacio cubierto con esteras. Allí habían dejado algo de los equipajes, porque la mayor parte fue guardada en la gruta de la tumba de Maraña. Las estrellas lucían cuando terminaron todos de pasar a la gruta de la adoración. Los Reyes se reunieron en círculo junto al terebinto que se alzaba sobre la tumba de Maraña, y allí, en presencia de las estrellas, entonaron algunos de sus cantos solemnes. ¡Es imposible decir la impresión que causaban estos cantos tan hermosos en el silencio del valle, aquella noche! Durante tantos siglos los antepasados de estos Reyes habían mirado las estrellas, rezado, cantado, y ahora las ansias de tantos corazones había tenido su cumplimiento. Cantaban llenos de exaltación y de santa alegría.
Mientras tanto José, con la ayuda de dos ancianos pastores, había preparado una frugal comida en la tienda de los Reyes. Trajeron pan, fruta, panales de miel, algunas hierbas y vasos de bálsamo; pusieron todo sobre una mesita baja cubierta con un mantel. José habíase procurado todas estas cosas desde la mañana, para recibir a los Reyes, cuya venida ya esperaba, porque la había anunciado de antemano la Virgen Santísima. Cuando los Reyes volvieron a su carpa, vi que José los recibía muy cordialmente y les rogaba que, siendo ellos los huéspedes, se dignaran aceptar la sencilla comida que les ofrecía. Se colocó junto a ellos y dieron principio a la comida.
José no mostraba timidez alguna; pero estaba tan contento que derramaba lágrimas de pura alegría. Cuando vi esto pensé en mi difunto padre, que era un pobre campesino, el cual con ocasión de mi toma de hábito se vio en la ocasión de sentarse a la mesa con muchas personas distinguidas. En su sencillez y humildad había sentido al principio mucho temor; luego se puso tan contento que lloró de alegría: sin pretenderlo, ocupó el primer lugar en la fiesta.
Después de aquella pequeña comida José se retiró. Algunas personas más importantes se fueron a una posada de Belén, y los demás se echaron sobre sus lechos tendidos formando círculo bajo la tienda grande, y allí descansaron de sus fatigas. José, vuelto a la gruta, puso todos los regalos a la derecha del Pesebre, en un rincón, donde había levantado un tabique que ocultaba lo que había detrás.
La criada de Ana que habíase quedado después de la partida de su ama, se mantuvo oculta en la gruta lateral durante todo el tiempo de la ceremonia, y no volvió a aparecer hasta que no se hubieron marchado todos. Era una mujer inteligente, de espíritu muy reposado. No he visto ni a la Santa Familia ni a esta mujer mirar con satisfacción mundana los regalos de los Reyes: todo fue aceptado con reconocimiento humilde y, casi enseguida, repartido caritativamente entre los necesitados.
Esta noche hubo bastante agitación con motivo de la llegada de la caravana a la casa donde se pagaba el impuesto. Hubo más tarde muchas idas y venidas a la ciudad, porque los pastores, que habían seguido el cortejo, regresaban a sus lugares. También he visto que mientras los Reyes, llenos de júbilo, adoraban al Niño y ofrecían sus presentes en la gruta del Pesebre, algunos judíos rondaban por los alrededores, espiando desde cierta distancia, murmurando y conferenciando en voz baja. Más tarde volví a verlos yendo y viniendo en Belén y dando informes. He llorado por estos desgraciados. Sufro viendo la maldad de estas personas que entonces como también ahora se ponen a observar y a murmurar, cuando Dios se acerca a los hombres, y luego propalan mentiras, fruto de malicia y perversidad. ¡Oh, cómo me parecían aquellos hombres dignos de compasión! Tenían la salvación entre ellos y la rechazaban, en tanto que estos Reyes, guiados por su fe sincera en la Promesa, habían venido desde tan lejos para buscar la Salvación.
En Jerusalén he visto hoy a Herodes en compañía de algunos escribas, leyendo rollos y hablando de lo que habían contado los Reyes. Después, todo entró de nuevo en calma como si hubiese interés en hacer silencio en torno de este asunto.
LXV
Nueva visita de los Reyes Magos
Hoy de mañana, he visto a los Reyes Magos y a otras personas de su séquito que visitaban sucesivamente a la Sagrada Familia. Los vi también durante el día junto a sus campamentos y bestias de carga, ocupados en diversas distribuciones. Como estaban llenos de alegría y se sentían felices, repartían muchos regalos. He entendido que era costumbre entonces hacerlos en ocasión de acontecimientos felices. Los pastores que habían ayudado a los Reyes recibieron valiosos regalos, como también muchos pobres. Vi que ponían chales y paños sobre los hombros de algunas viejecitas que habían llegado hasta el lugar. Algunas personas del séquito de los Reyes deseaban quedarse en el valle de los pastores para vivir con ellos. Hicieron conocer su deseo a los Reyes, los cuales no sólo les dieron permiso sino que los colmaron de regalos, proveyéndoles de colchas, vestidos, oro en grano y dejándoles los asnos en que habían venido montados.Nueva visita de los Reyes Magos
Cuando vi que los Reyes distribuían tantos trozos de pan, yo me preguntaba de dónde podían haberlo sacado, y recordé que los había visto, en los lugares donde hacían campamento, preparar, con la provisión de harina que traían, panecillos chatos como galletas, en moldes y amontonarlos dentro de cajas de cuero muy livianas, que cargaban sobre sus bestias. Han llegado muchas personas de Belén que, bajo diversos pretextos, rodeaban a los Reyes para obtener obsequios.
Por la noche volvieron los Reyes para despedirse. Apareció primero Mensor. María le puso al Niño en los brazos, que el rey recibió llorando de alegría. Luego acercáronse los otros dos Reyes, derramando lágrimas. Trajeron muchos regalos a la Sagrada Familia: piezas de telas diversas, entre las cuales algunas parecían de seda sin teñir y otras de color rojo o con diversas flores. Dejaron muy hermosas colchas. Dejaron sus grandes y amplios mantos de color amarillo pálido, tan livianos que al menor viento eran agitados: parecían hechos de lana extremadamente fina. Traían varias copas, unas dentro de otras; cajas llenas de granos y en un canasto, tiestos donde había hermosos ramos de una planta verde, con hermosas flores blancas: eran plantas de mirra. Los tiestos estaban colocados unos encima de otros dentro del canasto. Dejaron a José unos jaulones llenos de pájaros, que habían traído en cantidad sobre sus dromedarios, para su alimento durante el viaje.
Al momento de despedirse de María y del Niño, derramaron abundantes lágrimas. María estaba de pie junto a ellos en el momento de la despedida. Llevaba en brazos al Niño envuelto en su velo y dio algunos pasos para acompañar a los Reyes hasta la puerta de la gruta. Se detuvo en silencio y para dejar un recuerdo a aquellos hombres tan buenos quitóse el gran velo que tenía sobre la cabeza, que era de tejido amarillo y con el cual envolvía a Jesús y lo puso en manos de Mensor. Los Reyes recibieron el regalo inclinándose profundamente. Una alegría llena de respeto los embargó cuando vieron a María sin velo, teniendo al Niño en brazos. ¡Cuán dulces lágrimas derramaron al dejar la gruta! El velo fue para ellos desde entonces la reliquia más preciada que poseyeran.
La Santísima Virgen recibía los dones, pero no parecía darles importancia alguna, aunque en su humildad encantadora mostraba un profundo agradecimiento a la persona que hacía el regalo. En todos estos homenajes no he visto en María ningún acto o sentimiento de complacencia para consigo misma. Sólo por amor al Niño Jesús y por compasión a San José se dejó llevar de la natural esperanza de que en adelante el Niño Jesús y José encontrarían en Belén más simpatía que antes y que ya no serían tratados con tanto desprecio como lo fueron a su llegada. La tristeza y la inquietud de José la había afligido en extremo.
Cuando volvieron los Reyes a despedirse ya estaba la lámpara encendida en la gruta. Todo estaba oscuro afuera. Los Reyes se fueron en seguida con sus acompañantes y se reunieron debajo del terebinto, sobre la tumba de Maraña, para celebrar allí, como en la víspera, algunas ceremonias de su culto. Debajo del árbol habían encendido una lámpara y al aparecer las estrellas comenzaron a rezar sus preces y a entonar melodiosos cantos, produciendo un efecto muy agradable en ese coro las voces de los niños. Después se dirigieron a la carpa donde José había preparado una modesta comida. Concluida ésta, algunos se volvieron a la posada de Belén y otros descansaron bajo sus carpas.
LXVI
El Ángel avisa a los Reyes los designios de Herodes
A medianoche tuve una visión. Vi a los Reyes descansando bajo su carpa sobre colchas tendidas en el suelo y junto a ellos vi a un joven resplandeciente: un ángel los despertaba diciéndoles que debían partir de inmediato, sin pasar por Jerusalén, sino a través del desierto, costeando las orillas del Mar Muerto. Los Reyes se levantaron de sus lechos y todo el séquito estuvo de pie en poco tiempo. Uno de ellos fue al Pesebre a despertar a José, quien corrió a Belén para avisar a los que allí se hospedaban; pero los encontró por el camino, porque habían tenido la misma aparición. Plegaron la carpa, cargaron los animales con el equipaje y todo fue enfardado y preparado con asombrosa rapidez.El Ángel avisa a los Reyes los designios de Herodes
Mientras los Reyes se despedían en forma sumamente conmovedora de San José, delante de la gruta del Pesebre, una parte del séquito ya partía en grupos separados para tomar la delantera en dirección al Mediodía, para costear el Mar Muerto a través del desierto de Engaddi. Mucho instaron los Reyes a la Sagrada Familia de que partiesen con ellos, diciendo que un gran peligro los amenazaba y rogaron a María que por lo menos se ocultase con el pequeño Jesús para que no sufriesen molestias por causa de ellos mismos. Lloraban como niños: abrazando a José decían palabras muy conmovedoras.
Montando sobre sus cabalgaduras, ligeramente cargadas, se alejaron por el desierto, he visto al ángel a su lado indicándoles el camino y pronto desaparecieron de la vista. Siguieron separados, unos de otros, como un cuarto de legua; luego en dirección al Oriente, por espacio de una legua y finalmente torcieron hacia el Mediodía. He visto que pasaron por una región que Jesús atravesó más tarde al volver de Egipto en el tercer año de su predicación.
El aviso del ángel a los Reyes había llegado a tiempo, pues las autoridades de Belén abrigaban la determinación de prenderlos hoy mismo, con el pretexto de que perturbaban el orden público, de encerrarlos en las profundas mazmorras que existían debajo de la sinagoga y acusarlos después ante el rey Herodes. No sé si obraban así por una orden secreta de Herodes o si lo hacían por exceso de celo ellos mismos. Cuando se conoció esta mañana la huida de los Reyes, en el valle tranquilo y solitario donde habían acampado, los viajeros se encontraban ya cerca del desierto de Engaddi. En el valle no quedaban más que los rastros de las pisadas de los animales y algunas estacas que habían servido para levantar las tiendas.
La aparición de los Reyes había causado gran impresión en Belén y muchos se arrepentían de no haber hospedado a José. Otros hablaban de los Reyes como de aventureros que se dejaban llevar por imaginaciones extrañas. Había quienes creían, en cambio, encontrarles alguna relación con los relatos de los pastores acerca de la aparición de los ángeles. Todas estas cosas determinaron a las autoridades de Belén, quizás por instigación de Herodes, a tomar medidas. He visto reunidos a todos los habitantes de la ciudad por una convocatoria en el centro de una plaza de la ciudad, donde había un pozo rodeado de árboles delante de una casa grande, a la cual se subía por escalones. Precisamente desde esos escalones fue leída una especie de proclama, donde se declamaba contra las cosas supersticiosas y se prohibía ir a la morada de la gente que propalaba semejantes rumores.
Cuando la muchedumbre se hubo retirado, vi a José acudir a esa casa, donde había sido llamado y vi que fue interrogado por unos ancianos judíos. Lo he visto volver al Pesebre y retornar ante el tribunal de ancianos. La segunda vez llevaba un poco del oro que le habían dado los Reyes y lo entregó a esos hombres, que luego lo dejaron en paz. Por eso me pareció que todo este interrogatorio no tuvo otro objeto que el de arrancarle un puñado de oro. Las autoridades habían hecho poner un tronco de árbol atravesado para obstruir el camino que llevaba a los alrededores del Pesebre. Este camino no salía de la ciudad sino que comenzaba en la plaza donde la Virgen se había detenido bajo el árbol grande, salvando una muralla. Dejaron un centinela en una choza junto al árbol y pusieron unos hilos sobre el camino, que hacían tocar una campanilla que estaba en la cabaña de aquél, que les permitiría detener a quien intentase pasar.
Por la tarde vi un grupo de dieciséis soldados de Herodes hablando con José. Habían sido enviados allí por causa de los tres Reyes como si fuesen perturbadores de la tranquilidad pública. No hallaron más que silencio y paz en todas partes y en la gruta no vieron más que una pobre familia. Como por otra parte tenían orden de no hacer nada que llamara la atención, regresaron como habían venido, informando de lo que habían podido ver. José había llevado ya los regalos de los Reyes y demás cosas que habían dejado antes de su partida, guardándolos en la gruta de Maraña y en otras cavernas escondidas en la colina del Pesebre.
Las cuevas existían desde los tiempos del patriarca Jacob. En aquella época en que sólo había allí algunas cabañas en la que es hoy plaza de Belén, Jacob había levantado su tienda sobre la colina del Pesebre.
LXVII
Visita de Zacarías
La Sagrada Familia se traslada a la tumba de Mahara
Visita de Zacarías
La Sagrada Familia se traslada a la tumba de Mahara
Esta noche he visto a Zacarías de Hebrón que iba por primera vez: a visitar a la Sagrada Familia. María estaba en la gruta y Zacarías, llorando lágrimas de alegría, tomó en sus brazos al Niño y repitió, cambiando algunas frases, el cántico de alabanza que había dicho en el momento de la circuncisión de Juan Bautista. Más tarde Zacarías volvió a su casa y Ana acudió al lado de la Santa Familia con su hija mayor. María de Helí era más alta que su madre y parecía de más edad que ella. Reina gran alegría entre los parientes de la Sagrada Familia y Ana se siente muy feliz. María pone con frecuencia al Niño en sus brazos y lo deja a su cuidado. Con ninguna otra persona he visto que hiciera esto.
Una cosa me conmovió mucho: los cabellos del Niño Jesús, rubios y formando bucles, tenían en su extremidad hermosos rayos de luz. Creo que le rizan el cabello, pues veo que le frotan la cabecita al lavarlo, poniéndole un pequeño abrigo sobre el cuerpo. Veo en la Sagrada Familia una piadosa y tierna veneración en el trato con el Niño; pero todo lo hacen sencilla y naturalmente, como pasa entre los santos y elegidos de Dios. El Niño muestra un cariño y una ternura tal con su madre como nunca he visto en otros niños de corta edad.
María contaba a su madre Ana todo lo sucedido con la visita de los Reyes, alegrándose mucho Ana de ver cómo habían sido llamados desde tan lejos esos hombres para conocer al Niño de la Promesa. Observó los regalos de los Reyes, ocultos en una excavación abierta en la pared y ayudó en la distribución de una gran parte de ellos y a poner en orden los demás.
Todo estaba tranquilo en los alrededores de Belén, porque los caminos que llevaban a la gruta y que no pasaban por la puerta de la ciudad estaban obstruidos por las autoridades y José no iba ya a Belén a hacer sus compras porque los pastores le traían cuanto necesitaba.
La parienta a cuya casa iba Ana y que estaba en la tribu de Benjamín, se llamaba Mará, hija de Rhod, hermana de Santa Isabel. Era pobre y tuvo varios hijos, que luego fueron discípulos de Jesús. Uno de ellos fue Natanael, el novio de las bodas de Canaá. Esta Mará se halló presente en Éfeso en los momentos de la muerte de María. Ana está en este momento sola con María en la gruta lateral. Están trabajando juntas tejiendo una colcha ordinaria. La gruta del Pesebre estaba completamente vacía. El asno de José estaba oculto detrás de unas zarzas.
Hoy volvieron algunos agentes de Herodes y pidieron en Belén noticias acerca de un Niño recién Nacido. Llenaron especialmente de preguntas a una mujer judía que poco tiempo antes había dado a luz a un niño. No fueron a la gruta porque antes no habían encontrado allí nada más que a una pobre familia: estuvieron lejos de pensar que podría tratarse del Niño de esa familia. Dos hombres de edad, de los pastores que habían adorado al Niño Jesús, relataron a José la historia de esas investigaciones. La Sagrada Familia y Ana se refugiaron en la gruta de la tumba de Maraha. En la gruta del Pesebre no quedaba nada que pudiera dar a entender que hubiera estado habitada: parecía un lugar abandonado. Los vi durante la noche caminando por el valle con una luz velada: Ana llevaba el Niño y María y José caminaban a su lado. Los pastores los guiaban llevando las colchas y todo lo que necesitaban las mujeres y el Niño.
Tuve una visión, que no sé si la tuvo también la Sagrada Familia. Vi una gloria formada por siete rostros de ángeles colocados uno sobre otro alrededor del Niño Jesús. Aparecieron otras caras y otras formas luminosas, junto a Ana y a José, que parecían llevarlos por el brazo. Al entrar en el vestíbulo cerraron la puerta y al llegar a la gruta de la tumba hicieron los preparativos para el descanso.
He visto a dos pastores que avisaban a María de la llegada de gente enviada por las autoridades para tomar informes sobre su Niño. María sintió gran inquietud. De pronto vi a José que entraba, tomaba al Niño en brazos y lo envolvía en un manto para llevarlo. No recuerdo ya dónde fue con Él. Entonces vi a María, sola, durante todo un medio día, en la gruta, llena de inquietud materna, sin el Niño en su presencia. Cuando llegó la hora en que la llamaron para dar el pecho al Niño, hizo lo que hacen las madres cuidadosas que han sufrido alguna agitación violenta o tenido una conmoción de terror. Antes de amamantar al Niño, exprimió de su seno la leche que se habría podido alterar, en una pequeña cavidad de la piedra blanca de la gruta.
María habló de esta preocupación con uno de los pastores, hombre piadoso y grave que había ido a buscarla para llevarla junto al Niño. Este hombre, profundamente convencido de la santidad de la Madre del Redentor, sacó cuidadosamente aquella leche de la cavidad de la piedra y lleno de fe sencilla y simple, la llevó a su mujer, que tenía un niño de pecho al que no podía calmar ni acallar. Aquella buena mujer tomó ese alimento con confianza y respeto y su fe se vio recompensada, pues se encontró desde entonces con leche buena y abundante para su hijo.
Después de esto, la piedra blanca de la gruta recibió una virtud semejante: he visto que aún hoy en día también infieles y mahometanos usan de ella como un remedio en éste y otros casos análogos. Desde entonces aquella tierra mezclada con agua y comprimida en pequeños moldes es distribuida a toda la cristiandad como objeto de devoción y a esta especie de reliquias llaman "Leche de la Virgen Santísima".
LXVIII
Preparativos para la partida de la Sagrada Familia
En estos últimos días y hoy mismo he visto a José haciendo preparativos para la próxima partida de la Sagrada Familia. Cada día iba disminuyendo los muebles y utensilios. A los pastores les daba los tabiques movibles, los zarzos y otros objetos con los cuales había hecho más habitable la gruta. Por la tarde, muchas personas que iban a Belén para la fiesta del sábado, pasaban por la gruta del Pesebre, pero la hallaron abandonada y prosiguieron su camino. Ana debe volver a Nazaret después del sábado. He visto que están ordenando, envolviendo paquetes y que cargan sobre dos asnos los objetos recibidos de los Reyes, especialmente las alfombras, colchas y diversas piezas de género.Preparativos para la partida de la Sagrada Familia
Esta noche celebraron la fiesta del sábado en la gruta de Maraña continuándola durante el día 29, mientras en los alrededores reinaba gran tranquilidad. Terminada la fiesta del sábado se preparó la partida de Ana. Esta noche vi por segunda vez que María salía de la gruta de Maraña y llevaba al Niño a la gruta del Pesebre en medio de las tinieblas de la noche. Lo colocó sobre una alfombra en el lugar donde había nacido y rezó de rodillas junto al Niño. Se llenó toda la gruta de luz celestial, como en el día del Nacimiento. Creo que María debió ver toda esa luz.
El Domingo 30, por la mañana, Ana se despedía con ternura de la Sagrada Familia y de los tres pastores, y se encaminaba con su gente a Nazaret. Llevaban sobre sus bestias de carga todo lo que quedaba aún de los regalos de los Reyes y me admiré mucho de que se llevasen un atadito que me pertenecía a mí. Tuve la impresión de que se hallaba dentro de su equipaje y no podía comprender cómo Ana se llevase algo que era mío. Ana se llevó muchos regalos de los tres Reyes, especialmente ciertos tejidos. Una parte de ellos sirvió en la Iglesia primitiva y algunas de estas cosas han llegado hasta nosotros. Entre mis reliquias hay un trocito de colcha que cubría la mesita donde se pusieron los regalos de los Reyes y otro es de uno de sus mantos. Yo misma debo tener un pedazo de género que procede de los Reyes Magos. Poseían varios mantos: uno grueso y de tela tupida para el mal tiempo; otro de color amarillo y un tercero, rojo, de una hermosa lana muy fina. En las grandes ceremonias llevaban mantos de seda sin teñir: los bordes estaban bordados de oro y la larga cola era llevada por los hombres del séquito. Creo que hay cerca de mi un trozo de aquellos mantos y por esta razón he podido ver junto a los Reyes, antes y esta noche, de nuevo, algunas escenas relativas a la producción y al tejido de la seda.
En una región del Oriente, entre el país de Teokeno y el de Sair, había árboles cubiertos de gusanos de seda. Alrededor de cada árbol habían cavado un pequeño foso, para que estos gusanos no pudieran irse de allí y vi que colocaban con frecuencia unas hojas debajo de esos árboles. En las ramas estaban suspendidas cajitas, de donde sacaban objetos redondeados más largos que un dedo. Pensé que se tratase de huevos de pájaros de alguna especie rara; pero luego entendí que eran capullos hilados por estos gusanos al ver cómo las gentes los devanaban y sacaban hilos muy delgados. Sujetaban una gran cantidad de ellos contra su pecho e hilaban con un hermoso hilo que enrollaban sobre algo que tenían en la mano. Tejían entre los árboles y su telar era muy sencillo. La pieza del género era del ancho de la sábana que tengo en mi lecho.
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